Seis años y tres meses. Parece la edad exacta que dan las abuelas cuando le preguntan por el tiempo que tienen sus niet@s. Mientras que si le preguntaran a un niño o niña diría que casi tres años. Pues exactamente esos tiempos, el de sentencia primero, y el de tiempo real que aproximadamente pasará en prisión, es el tiempo de condena de Iñaki Urdangarín. Tiempos que ahora se volverán simbólicos para la historia de la Justicia Española y para todo un país que esperaba en vilo la decisión del tribunal.

Igual es cosa mía, pero el pueblo pedía sangre. No me atrevería a decir que la España institucional también. Pero la gente de la calle, como cual circo romano, los de derechas y los de izquierdas, los de centro, los anarquistas, feministas y todo tipo de gente de mal vivir, esperaban la noticia con impaciencia.

Otra cosa son las reacciones. Para unos se ha hecho justicia, para otros es un escándalo de “la impunidad de los borbones”, mientras una gran mayoría se presta a todo tipo de chistes: de los buenos, de los malos, de los ingeniosos y de los probablemente condenables. Pero, si me permiten el atrevimiento, para mí el mejor no es el que hace alusión a Urdangarín son a la Infanta Cristina. Este mensaje en redes sociales no tiene desperdicio: “Lo bueno sería que la infanta hiciera un chiste en twitter y la condenaran por eso”. Y éste tampoco está mal: “marca la casilla de la multa de la infanta en la declaración de la renta”.

 

Atrás quedan los tiempos en que Urdangarin fuera el novio de España. El yerno que toda suegra o suegro hubiera querido tener. Guapo, deportista, campeón olímpico, ni más ni menos que en los JJOO de Barcelona que fueron el orgullo de todo un país. Tan alto, sonriente, que hacía niños tan guapos y rubios y ricos y hasta la niña –igual de rubia- cuando tocaba. Lo tenía todo el yerno del siglo. El cuñado del alma.

Y ahora esa España feliz que siguió con entusiasmo la boda en Barcelona, que se reía del otro yerno del Rey porque ése “era otra cosa…el pobre”, esperaba la sentencia del caso Nóos con esa esperanza del pobre cuando ve sufrir al rico, con ese íntimo y ruin afán de venganza. Mientras un país espera las primeras imágenes de la pareja denostada y a la que ya ni participa ni quiere la Familia Real.

Pero el tiempo pone a cada uno en su sitio. Hace 11 años que por primera vez un medio de Comunicación, El Mundo en su edición Balear, hablaba de las presuntas irregularidades que podía haber cometido el yerno del Rey. Y exactamente han pasado cinco años desde aquel paseíllo de Urdangarían para llegar a la entrada de los Juzgados de Palma en los que declaraba en el canutazo a los medios: “ comparezco hoy para demostrar mi inocencia, mi honor y mi actividad profesional. Durante estos años he ejercido mi responsabilidad y he tomado decisiones de manera correcta y con total transparencia”.

Triste historia la del cuñado del Rey y su esposa, aunque ésta se haya librado de la cárcel. La ambición, codicia, sensación de impunidad han salpicado a la Casa Real, que nunca volverá a ser la misma, a un país –el que apoyaba el poder establecido y la Monarquía- al que se le ha caído su mito, a un sector republicano que clama Justicia y que siente con esta condena que España sigue siendo un país de pandereta. Hay cosas ya irreparables y todo lo ocurrido daña, sin lugar a dudas, aún más la imagen internacional de la transparencia de España.

Desconozco si la Justicia, según la ley en la mano, ha sido justa. Si la sentencia hubiera sido la misma si yo hubiera hecho lo mismo que Urdangarín. Carezco de formación y cultura necesaria en Derecho para valorar si la infanta, como tantas otras mujeres reconocidas como institucionales, es de verdad sólo responsable –como dice la sentencia- por responsabilidad civil a título lucrativo. (¡anda, como Ana Mato!).

Hoy, no lo será, pero debería ser el día de los juristas para valorar esta sentencia.

Pero mientras un pueblo entero, incluido periodistas y políticos, hacemos valoraciones públicas y privadas, en redes sociales y por whatsapp, sabemos que no han quedado saciadas las ganas de venganza de la ciudadanía.

Y es que esta vez se pasaron de la raya. Y Justo lo hizo quien más tenía, quien lo tenía absolutamente todo. Ahora dicen que será un preso privilegiado. Y yo que, a pesar de los pesares, creo en la Justicia y respeto a las instituciones -aunque no todo me guste ni siempre me identifique con ellas- espero con toda mi alma que no exista ese privilegio y que de verdad los poderes establecidos se unan para que todos sintamos que se va a hacer justicia. Aunque esa justicia llegue once años después de que se descubriera que un sinvergüenza –fuera un marido, yerno y cuñado de quien sea- había cometido delitos –como detectó la fiscalía anticorrupción- de tráfico de influencia, malversación, prevaricación, fraude, estafa, falsedad, delitos contra Hacienda y blanqueo de capitales.

Si, además, éste delincuente en cuestión, se ha aprovechado de “su privilegiado posicionamiento institucional”, dejemos que “de libro” y sin más presiones que la de la Ley, limpie su honor-tal y como él mismo declaró- en la cárcel sin privilegio alguno. En ello confío. Pues eso.

4 COMENTARIOS

  1. Muy buena reflexión de María José Pintor. Son inevitables los agravios comparativos y cabe preguntarse si es proporcional esta sentencia con, por ejemplo, la de más de dos años -aunque fue indultada por clamor popular- de una mujer que utilizó una tarjeta de crédito que encontró en la calle para comprar alimentos y pañales para sus hijas. La Ley es igual para todos, pero su aplicación no. Es conveniente dar una vuelta a este sistema y cuanto antes…

  2. Yo no quería sangre. Ni tampoco soy jurista. Pero tampoco soy pescadero y se cuando él pescado huele mal.
    79€ gastados en una tarjeta de crédito falsa, seis años. Defraudar cientos de miles de euros y llevarse otros tantos, lo mismo.
    Eso es lo que hace q esta sentencia huela mal

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