La llegada de la revolución tecnológica al mundo de la música propició la aparición de nuevos instrumentos, llámense eléctricos, electrónicos, electroacústicos o electrificados, en los que la electricidad interviene en el proceso de producción de sonido. Guitarras y bajos eléctricos, instrumentos de teclado autoamplificados como el piano Rhodes o el órgano Hammond, cajas de ritmos, sintetizadores analógicos y digitales… todos estos artefactos revolucionaron nuestra forma de hacer música e hicieron crecer exponencialmente sus posibilidades, hasta el punto de que algunos autores irreverentes de ciencia ficción vieron abierto un nuevo horizonte en el hipotético desarrollo de instrumentos musicales electrosexuales. Examinemos de cerca dos de estos peregrinos ingenios.

En la Barbarella de Jean-Claude Forest, cómic francés de culto exitosamente llevado a la gran pantalla por Roger Vadim en 1968, el avieso científico Durand Durand captura a la protagonista (icónica y neumática Jane Fonda en la película) y se propone acabar con su vida de una manera tan dulce como maquiavélica: conectándola a la “máquina excesiva”. Se trata esta de un aparatoso órgano a cuyo teclado se sienta el villano para interpretar apasionadamente una pieza musical. La pulsación de cada tecla transmite descargas de placer sexual a la cautiva; cuando la obra alcance su clímax, la víctima experimentará un orgasmo tan poderoso que, previsiblemente, le ocasionará la muerte (y que nadie me acuse de hacer un spoiler: tendréis que ver la película para saber si Barbarella vive para contarlo). La inducción artificial de estímulos sensoriales como medio para procurar experiencias sexuales ya había sido imaginada por Aldous Huxley en Un mundo feliz. Sin embargo, la perversa idea de construir una máquina que mata de placer es fruto de la inventiva de Jean-Claude Forest. Esta máquina no podía ser sino un instrumento musical. Eléctrico, por supuesto.

Artefactos imaginarios como la “máquina excesiva” de Durand Durand o el orgasmatrón de Woody Allen en El dormilón (Sleeper, 1973) son la caricatura de un invento real: el acumulador de orgones de Wilhelm Reich, cuya teoría del orgasmo todavía gozaba por aquel entonces de cierto predicamento. Reich, discípulo heterodoxo de Freud, concluyó en base a sus experimentos que la sexualidad es un fenómeno de naturaleza bioeléctrica. Quiso definir científicamente una unidad para medir el placer sexual, el orgón, e identificar los canales por los que circulan las corrientes eléctricas de la excitación y el orgasmo a través de nuestro sistema neurovegetativo. Así, el cuerpo deseante es concebido como un circuito. Esta concepción mecanicista de nuestra potencia orgástica, asimilada a la energía eléctrica, haría teóricamente posible el desarrollo de instrumentos musicales electrosexuales como el de Barbarella.

Acumulando energía orgónica
Acumulando energía orgónica

Los detractores de los sintetizadores alegan que los instrumentos electrónicos no pueden emocionarnos igual que un instrumento acústico, en el que el elemento humano (pulso, pulsación, respiración) toma parte en la génesis del sonido. Sin embargo, estos puristas tecnófobos no podrían presentar ninguna objeción ante el peculiar sintetizador que aparece en la escena cumbre de Rock and Rule (Clive Smith, 1983), atípica producción canadiense de dibujos animados que podríamos clasificar como una space opera futurista y rocanrolera. Dicho instrumento, como el de Barbarella, es un híbrido entre piano eléctrico y máquina de tortura en cuyo circuito generador del sonido se ha integrado, muy contra su voluntad, un cuerpo humano. Para comprender en contexto la función y funcionamiento de este cacharro no está de más echar una ojeada al argumento de la película.

La acción de Rock and Rule transcurre en un mundo posapocalíptico. El villano de turno es el malvado Mok Swagger (nada menos que Iggy Pop y Lou Reed le prestaron sus voces), una estrella intergaláctica del rock and roll que, ya avejentada, siente acercarse el ocaso de su carrera; Mok es una caricatura bastante malintencionada de Mick Jagger, que se sintió ofendido y denunció al equipo de Rock and Rule (obsérvese, a todo esto, que en 1982 ya se consideraba a Mick Jagger una vieja gloria). Las ambiciones de Mok no se limitan a relanzar su carrera y perpetuar su fama, sino que lo pretende hacer invocando mediante su música a un monstruo de otra dimensión al que utilizará para dominar el universo. Pero hay un contratiempo: para entonar el conjuro que abre la puerta dimensional, un ceremonial satánico en toda regla, hace falta una voz femenina con un timbre muy específico. Mok busca y rebusca, y finalmente encuentra a su vocalista en un concurso de bandas locales: se trata de la bella Angel (su voz es Debbie Harry). Por supuesto, Angel se niega a colaborar con Mok en sus planes de dominación mundial; pero el siniestro divo no necesita la aquiescencia de la cantante: como si de una versión lisérgica del martirio de Santa Eulalia se tratase, Angel es encadenada y conectada, a guisa de crucifixión, a un ciclópeo órgano electrónico, mediante el cual Mok puede controlar su voz a voluntad usando el interfaz de un teclado de piano. Este artilugio sería el sueño de muchos productores musicales, cansados de lidiar con los caprichos de las cantantes.

Angel acechada por el monstruo: fotograma de Rock and Rule (1983)
Angel acechada por el monstruo: fotograma de Rock and Rule (1983)

En tanto fantasía de bondage sadomusical, hay una carga erótica innegable en la imagen de Angel amarrada al sintetizador: una Andrómeda posmoderna esperando la llegada del monstruo que viene a devorarla, no desde los abismos del mar, como en el mito clásico, sino desde otra dimensión. No hace falta rascar mucho para encontrar aquí un subtexto rico en matices: ese monstruo, proteico y lovecraftiano, al que Angel invoca con su canción es, en cierto modo, una materialización de nuestra perversa relación con la tecnología que nos rodea, abraza y esclaviza; un medio tecnológico al que, hoy más que nunca, estamos permanentemente enchufados, como si de un pulmón de acero se tratara, y con el que tenemos, en gran medida, una relación libidinal. Quizá los delirios fantacientíficos de Rock and Rule pretendieran dar la voz de alarma: algún día ya no tocaremos instrumentos, sino que los instrumentos nos tocarán a nosotros. Estáis avisados.

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