Desde pequeño tuve claro que lo mío era ser actor. A mi madre no le gustó nada la decisión y sé que rezó mucho para que cambiara de idea. Su deseo tan deseado de tener un hijo abogado, médico o arquitecto se le desvaneció en el aire. Qué voy a decir de mi padre. Su disgusto fue mayúsculo, casi tanto como el de mi madre, aunque su principal preocupación era que no fuera “de la acera de enfrente”. Formaba parte del grupo de teatro de mi colegio pero nunca me daban los primeros papeles y eso me parecía una gran injusticia. Me acuerdo de una vez en la que el que hacía el papel de don Juan había dejado el grupo. Estudiaba día y noche los parlamentos, recitándolos por el pasillo. Mi padre miraba incrédulo por encima de las gafas y oí a mi madre que susurraba “déjalo, por lo menos así estudia”. Los “pardiez” y “decid”, resonaban por mi casa humilde, y también una frase que me encantaba, que repetía hasta la saciedad: “En su valor no ha echado el miedo semilla”.  No me eligieron, pude ser sólo el escultor, quizás unos diez minutos de obra (calculado por lo alto). No importa, mi valor y mi voluntad fueron inquebrantables y a eso estoy dedicando mi vida, a ser un actor de segunda, incomprendido e infravalorado porque no me dan la oportunidad, no me dejan demostrar mis capacidades que superan a todos con los que coincido en los casting. Tengo mi explicación: nunca quise pasar por el aro.

El mes pasado me llamaron para darme un papel en La Taberna Fantástica. No iba a ser el protagonista pero el personaje tenía su importancia. Se veía contento al director conmigo, en los ensayos, y eso me iba relajando y reafirmando. Quizás se estaba acabando la mala racha y las cosas se pondrían en su sitio. Pero como ser feliz y reconocido no estaba en mi sino, la mala pata de escurrirme en la puerta de mi casa, un día que había helado, y la fractura aparatosa de la muñeca y el peroné, acabaron con mis ilusiones. Miguel Freire me reemplazaría, precisamente el tipo al que más despreciaba, tanto, que nunca lo consideré ni siquiera mi enemigo. No puedo relatar la quina que tragué el día del estreno, al verlos por la televisión, y cuando leí las críticas elogiosas y vi una foto en primer plano del usurpador, en el periódico de mayor tirada. Se me puso la tez cetrina, amarillenta, y todo yo era un despojo que no lograba levantar cabeza ni salir de esa honda pena en la que me había sumido, y que ensombrecía cualquier posibilidad positiva que me quisieran poner por delante mis amigos, cada vez más preocupados por mi estado de postración. Finalmente se fueron de gira. No sólo la iban a representar en provincias sino que tenían previsto acudir a algunos festivales. Esta última noticia ya me quitó completamente el apetito. Me estaba quedando en los huesos. Todas las mañanas tenía mi sesión de rehabilitación que me llevaba varias horas, ya que tenía que recuperar movilidad y musculatura, tanto de la mano como de la pierna. Es que no pones entusiasmo, insistía la fisioterapeuta, una ciega muy sabia que captaba mis sentimientos sólo con el contacto de su mano. Si no pones algo de tu parte poco puedo hacer por ti. Y así un día y otro día. Esta mañana, mientras caminaba en la cinta, me trajo el periódico. Toma, lee mientras caminas a ver si te distraes un poco y dejas de cavilar sobre tu miserable vida, me dijo. En la primera página había un gran titular: Desastre aéreo en la costa de Bretaña, y, debajo, como subtítulo, “mueren todos los ocupantes y, entre ellos, el plantel completo de la obra La Taberna Fantástica que se dirigía a presentar la obra…” Creo que seguía diciendo más cosas, pero la vista se me nubló.

Debía agradecer a ese aciago día de diciembre, cuando las aceras se transformaron en peligrosas pistas de hielo y, más aun, agradecer los horribles días de sufrimiento, físico y mental, que me transformaron en el perfecto protagonista de la Taberna Fantástica, un macilento, consumido y cetrino hombre entrado en años, encorvado por los pesares y minado por el alcohol. En cuanto se pasara el revuelo, porque de lo contrario iba a ser de muy mal gusto, me pondría en movimiento para conseguir el papel. Volvía a estar en racha.

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