Estos días he visto en las redes sociales llamamientos que han realizado diversas Asociaciones de Amigos del pueblo Saharaui para solicitar y animar a familias para  acoger niños y niñas que vienen a pasar el verano en nuestra tierra con el programa ‘Vacaciones en paz’. Personalmente, conocí esta posibilidad de acogimiento a principios de los años 90. En aquellos momentos este programa supuso, además de la visibilización de la dramática situación de este colectivo, un éxito, ya que tuvo una excelente respuesta por parte de la sociedad española, por parte de las familias acogedoras. En general había más ofrecimientos de acogimiento que niños autorizados a venir. Esta situación de colaboración social siguió aumentado hasta los últimos años, en los que han aparecido dificultades entre quienes vienen y las personas dispuestas a acogerlos. Supongo que esto obedece a muchas razones.

La primera son las reticencias o el miedo que algunas personas tienen al compromiso emocional, al cariño que se genera en esa convivencia y al dolor de separase de alguien que, obligatoriamente, volverá con su familia.La segunda es la creencia de no beneficiar a los niños, dado que tras vivir con nuestras comodidades, regresan al inhóspito desierto.
Estos dos argumentos, absolutamente comprensibles, los pueden explicar y aclarar las propias asociaciones, familias que ya han sido acogedoras y todas las personas que, de una u otra forma, conocemos el programa. Podemos asegurar que el beneficio para estos niños es incuestionable, por muchas razones: para su estado de salud, para su derecho a disfrutar como niños que son, evitando la dureza de temperaturas de 50 grados y, además, por aprender castellano para mantener ese vínculo con un pueblo que fue su compatriota. Por supuesto, las familias acogedoras también reciben: se benefician de un sentimiento de vida que les reportará mucho más de lo que a priori suponen. A ellos y a todos sus cercanos, familiares, amigos, etc. También es cierto que la compleja situación económica que aún vive nuestra sociedad es un factor disuasorio que esperamos sea temporal.

Quizás, en mi opinión, lo que sería más preocupante es que el descenso de familias acogedoras se debiera a la disminución de la solidaridad y como estoy segura de que esa no es la razón, la otra cuestión que, desgraciadamente, creo que sí influye es el desgaste que supone una situación que, al mantenerse sin visos de solución y mantenida tanto tiempo, haya contribuido al desafecto. Salvo los saharauis, cuya paciencia es mítica, cualquier ser humano acusa, acusamos, un sentimiento de fracaso. Somos muchas las personas que nos comprometimos para impedir el olvido de su causa pero, como se ve, con escaso éxito.
Llevo más de 20 años viajando periódicamente a los campamentos de refugiados en Tindouf y he recordado algo que, aun siendo un hecho puntual, constituye un símbolo de este conflicto olvidado. Hace 18 años, en una de las estancias allí en el «hospital» de Rabouni, presencié la atención que prestaron a una parturienta unos médicos cubanos. El parto no evolucionaba y se decidió practicar una cesárea pero no había anestesista… ¡ni anestesia! Pero lo hicieron, ayudados de su buena voluntad, serenando a la mujer y con acupuntura. Bien es verdad que la fortaleza y resistencia de las mujeres saharauis contribuyeron de forma esencial. Ese niño nació bien, sano, y al cogerlo en brazos algo me recordó que en España también entonces acababa de nacer el primogénito de la Infanta Cristina y, como es habitual, en nuestro país con todas las garantías sanitarias.
Por eso escribí un artículo con el título «pequeño Juan, háblale a tu abuelo de ellos», con la intención de denunciar la tremenda desigualdad y nuestra responsabilidad como país en un proceso de descolonización no concluida, aprovechando el vínculo de amistad que el Rey Juan Carlos mantenía con el Rey de Marruecos.Ahora, 18 años después, esos niños son ya adultos en situaciones dispares.
Sabemos que los padres de Juan ya no son Duques, que probablemente sufrirá por la complicada situación familiar pero, también, que vive en un país libre dentro de la Unión Europea y sin ninguna carencia material.El joven saharaui ni siquiera sé si habrá sobrevivido a las condiciones del desierto y, si lo ha hecho, sufrirá todo tipo de carencias materiales, vivirá sin libertad y sin esperanza de futuro.

Solo quiero pensar que, ojalá, haya tenido la ocasión de pasar algunos veranos en nuestro país y que, además de su familia, tenga a otra familia española que forma parte de su vida y que le recuerda con cariño.

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Nací en Toro (zamora) hija de"maestros de escuela", de esos que solo aspiraban a desarrollar su vocación y eso era era el centro de su vida. Licenciada en Medicina por la Universidad de Salamanca, por creer en un sueño. Sueño que, pese a ejercer pocos años, marcó mi interés por ayudar a las personas y, por ende, a la sociedad. En la Administración Sanitaria, he ejercicio como Inspector médico, y he sido directora del Hospital de los Montalvos en Salamanca. También he sido Directora General de Salud Pública de la Consejería de Sanidad de Castilla y León . Como actividad política he sido Consejera de Familia e Igualdad de Oportunidades, alcaldesa de Zamora y Consejera de Empleo, portavoz y Vicepresidenta de la Junta de Castilla y León. Esta es mi vida profesional, pero la que de verdad me mueve es la personal, la del compromiso social. He trabajado en el mundo de la Cooperación Internacional, tanto en la parte asistencial y social, como la destinada al Desarrollo. En este sentido, he colaborado especialmente con los saharahui en Tindouf (Argelia) y colaborado con otros proyectos en Etiopía, República Dominicana, India y Perú. Las dos vidas han sido paralelas y complementarias, aunque estoy segura que esta última es la más necesaria.

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