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Burdeles de Stroheim (y 2): África

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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Pese al reconocimiento unánime de sus méritos artísticos, en 1928 Erich von Stroheim estaba vetado en Hollywood, al menos como director. Dos eran las razones por las que los grandes estudios le habían cerrado las puertas: la primera, su insidiosa costumbre de dilapidar el presupuesto, por generoso que este fuera, en caprichos y extravagancias; la segunda, su inclinación a dar a sus historias un tratamiento más adulto de lo que se podía permitir la industria del entretenimiento por aquel entonces. En la posproducción de sus películas cabía siempre esperar que, siguiendo las directrices de los censores, gran parte del metraje acabara en la papelera de la sala de montaje.

A la sazón todos los realizadores de cine temían la escrutadora mirada de Will H. Hays, presidente de la MPPDA (Motion Picture Producers and Distributors of America), conocido como “el zar” por su severidad. Desde principios de los años veinte, Hays estaba embarcado en una cruzada personal por salvaguardar la moralidad del cine americano, respaldado por la Iglesia y por los gerifaltes del Partido Republicano: “Las potencialidades del cinematógrafo para la influencia moral y la educación son ilimitadas. Por tanto, su integridad debe ser protegida así como protegemos la integridad de nuestros hijos y nuestros colegios. […] Por encima de todo están nuestras obligaciones para con la juventud. Hacia ese tabernáculo que es la mente del niño, límpida y virginal, debemos tener la misma responsabilidad, el mismo cuidado por la impronta dejada en ella, que tendrían el mejor profesor o el mejor párroco”. La doctrina de este justiciero institucional cristalizaría oficialmente en 1930 con la redacción del tristemente famoso Código Hays, aplicado a rajatabla desde 1934, pero años atrás su dedo acusador ya flotaba sobre las cabezas de los autores cinematográficos como una espada de Damocles. Nada más representativo de aquello que Hays combatía que los filmes de Erich von Stroheim, escaparates de amoralidad y depravación para paladares exquisitos.

Pese a su mala fama, el realizador austrohúngaro encontró una inesperada tabla de náufrago nada más ser despedido por la Paramount a consecuencia de los rifirrafes que tuvo tras el rodaje de La marcha nupcial (The Wedding March, 1928). Ocurrió que Gloria Swanson, entonces en el cénit de su estrellato, era una grandísima admiradora de Stroheim; la joven actriz puso a su disposición su recién adquirida productora, dándole carta blanca para rodar lo que quisiera, siempre y cuando ella fuera la estrella principal. Stroheim aceptó gustoso y en breve plazo le presentó el guión de La reina Kelly (Queen Kelly). Aunque, sobre el papel, algunas escenas resultaban fuertecitas, Swanson decidió confiar en el savoir faire de Stroheim. La ingenua mecenas se arrepentiría toda la vida. Ya desde el principio del rodaje, contaba años después en una entrevista, la Swanson tenía el extraño presentimiento de que nunca vería aquella película terminada.

 Escándalo en palacio. Fotograma de "La reina Kelly" (1928)
Escándalo en palacio. Fotograma de «La reina Kelly» (1928)

Un rápido vistazo al argumento bastará para echarnos las manos a la cabeza. La primera parte de La reina Kelly está ambientada en un país imaginario de la Vieja Europa, y abunda en una historia recurrente en la obra de Stroheim: el amor truncado entre un aristócrata vividor y una plebeya. El noble en este caso es el príncipe Wolfram (Walter Byron), prometido de la reina Regina (Seena Owen). Haciendo unos ejercicios de instrucción al aire libre al mando de su escuadrón, Wolfram se topa con un grupo de huerfanitas que han salido a dar un paseo, custodiadas por las monjas que las tutelan. Las chicas del hospicio saludan a los aguerridos militares, y a una de ellas, la irlandesa Patricia Kelly (una pizpireta Gloria Swanson), al hacer su reverencia, se le cae al suelo la ropa interior. Incidentes de este tipo no debían de ser infrecuentes en la época: tened en cuenta que las bragas con elástico son un invento relativamente reciente. Las enaguas de hace cien años podían deslizarse solas hasta los tobillos con relativa facilidad. El caso es que, volviendo a la película, el desvergonzado príncipe se burla de Kelly, y esta, en un acceso de furia, le arroja las enaguas a la cara. Lejos de darse por ofendido, Wolfram las recoge como una prenda de amor; muy efusivamente, se las aprieta contra el rostro y aspira su aroma antes de devolvérselas. Y así salta la chispa: el hombre es fuego, la mujer estopa…

Y justamente de arder va la cosa. Encaprichado de la joven irlandesa, el príncipe se cuela en el hospicio al caer la noche, dispuesto a llevársela consigo. Para hacer salir a las internas de sus dormitorios no se le ocurre otra cosa que provocar un incendio. El galán aprovecha la confusión, marabunta de monjitas y colegialas histéricas, para localizar a Kelly entre las nubes de humo, raptarla y cargar con ella hasta sus aposentos de palacio. Allí continúa con su plan de seducción iniciándola en los placeres del champán y la buena mesa. La parejita, achispada, flirtea y bromea; el príncipe llama “reina” a la pequeña Kelly, que se siente como en un sueño. En esto, la reina de verdad les sorprende in fraganti, se pone hecha un basilisco y echa a la calle a la joven, hostigándola a golpes de fusta como una auténtica Venus de las pieles.

Aparte del contenido descaradamente sádico de esta última escena, quiero detenerme en el detalle de la fusta: la reina, al entrar por sorpresa en los aposentos de su prometido, escoge una fusta entre las muchas, de diversos tipos y calibres, que reposan en un bien abastecido expositor que cuelga de la pared. Desde las primeras escenas de la película, queda claro que el príncipe Wolfram es un gran aficionado a la equitación; pero me pregunto, ¿los aficionados a la equitación suelen tener su colección de fustas expuesta en el dormitorio? ¿O quizá Stroheim, tan cuidadoso con los pormenores, está queriendo insinuar algo?

Swanson y Stroheim: una relación tensa pero intensa. Fotograma de "El crepúsculo de los dioses" (1950)
Swanson y Stroheim: una relación tensa pero intensa. Fotograma de «El crepúsculo de los dioses» (1950)

En este punto, el guión de La reina Kelly da un giro radical: la protagonista deja el orfanato y viaja a África para hacerse cargo de la herencia de su tía. Este legado familiar consiste en un establecimiento que en el guión aparecía descrito como un “salón de baile”. Cuando Gloria Swanson entró en el plató, decorado según las instrucciones de Stroheim y con todos los figurantes en sus puestos, se dio cuenta con horror de que aquello del salón de baile era un eufemismo. Ante sus ojos se desplegaba en todo su oropel la reproducción minuciosa de un burdel colonial, con un surtido muestrario de prostitutas de todos los colores. La trama de la película desembocaba así en una broma cruel: la joven protagonista, que por una noche había soñado con ser la reina Kelly, arrullada por un efímero príncipe azul, acaba convirtiéndose en madama de burdel en un puerto de África, donde clientes y empleadas la conocerán por el apodo de Queen Kelly. Al ver el filme, los connoisseurs del inframundo reconocerían aquí un guiño a la mítica gobernanta de Le Chabanais de París, el burdel más famoso de la Tercera República: una irlandesa que se llamaba precisamente Madame Kelly. Para alguien tan meticuloso como Erich von Stroheim no había casualidades.

En medio del sofoco que le dio al descubrir que Stroheim había convertido el plató en un puticlub de fantasía, quiso la mala suerte que la Swanson recibiera de lleno un escupitajo que se le había escapado a uno de los actores, que, metido en su papel de tipo patibulario, estaba mascando tabaco. Entre aspavientos de asco, la diva abandonó el estudio ipso facto y se retiró de la producción, dejando atrás con este mutis una película inacabada y una montaña de deudas. La reina Kelly, finalmente, se estrenó años después en Europa, aunque maltrecha por los tijeretazos de la censura, con un abrupto final alternativo y prescindiendo de toda la parte africana.

Gloria Swanson y Erich von Stroheim no volvieron a coincidir hasta más de tres décadas después de aquel desplante. Fue como actores a las órdenes de Billy Wilder en la magistral El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950). Sus papeles en la película eran amargas caricaturas de lo que ellos mismos eran y habían sido: Gloria Swanson interpretaba a Norma Desmond, una diva del cine entrada en años y en plena decadencia, que sobrevive rumiando las nostalgias de su glamuroso pasado. Erich von Stroheim interpretaba a Max von Mayerling, exmarido de Norma Desmond, el que fuera antaño director de sus grandes éxitos cinematográficos y que acaba siendo su mayordomo y chófer. En El crepúsculo de los dioses vemos cómo Norma Desmond alimenta su vanidad revisitando una y otra vez sus viejas películas. Las escenas de estas que aparecen en pantalla proceden de La reina Kelly.

Por lo que se cuenta, en este reencuentro Gloria Swanson y Erich von Stroheim no cruzaron una sola palabra sobre lo ocurrido treinta y dos años atrás.

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