A veces, ustedes me perdonarán, necesito volver al Cine Clásico –o, si lo prefieren, a ese invento maravilloso de los Grandes Estudios entre los treinta y los sesenta del pasado siglo. Da un poco miedo hablar de estas cosas en la prensa contemporánea, algo así como un reparo a quedar menos moderno, o menos postmoderno, o menos transgresor. Uno no está a la última confesando que le emociona más la mirada de la Bacall en La senda tenebrosa (Dark passage, Delmer Daves, 1947) pero, creo que lo he contado ya por aquí, uno se enamoró del cine por los grandes clásicos de la Warner y, cada cierto tiempo, decide volver a ellos como se vuelve a beber y a recordar con los viejos amigos.

Fíjense en La senda tenebrosa, ahora que la traigo a colación. Al bueno de Daves casi nunca se le recuerda, pero en el 47 rodó casi seguidas dos de las mejores películas de la década: la que hoy nos ocupa y La casa roja (The red house), que era un prodigio de sordidez y de tensión tan intolerable como en los mejores Fritz Lang de la época. También pasó por la derecha al Gapar Noé de Enter the void en más de cincuenta años, realizando un prodigio de puesta en escena en el primer tercio de película que ha conservado su espectacularidad y su pertinencia.

Ya saben la paradoja del historiador del cine: ¿Cómo hablamos hoy de las películas del ayer? Sin duda, no valdría de mucho realizar únicamente la glosa de las aportaciones técnicas, estéticas, de una pieza determinada. Más bien, uno se deja seducir por los detalles, los pequeños chispazos, aquellos hallazgos que hoy siguen resultando demoledores. Siguiendo con Bogart, hay una escena maravillosa en Acción en el Atlántico Norte (Action in the north Atlantic, Bacon y Haskin, 1943) en el que nuestro tipo duro se encuentra, por primera vez, con la chica. Todo se juega en el trabajo de cámara, en el movimiento entre los cuerpos.

Se trata de contar, en apenas diez segundos de metraje, que se desean, que entre ambos se ha generado una línea de fuerza tan poderosa como para anclar sus cuerpos en el imaginario erótico del otro. No basta con mostrar el amor –cosa, por lo demás, que hacían bien hasta los peores artesanos de Hollywood-, sino, ante todo, llegar al músculo del deseo. La cámara se desliza de un lado a otro del espacio, escruta sus rostros hasta que, finalmente, les reúne en el mismo encuadre, mirándose, escrutándose, desnudándose violentamente con la elegancia de un gesto contenido. Entiéndanme: no pretendo aquí negar el placer de contemplar un cuerpo desnudo ni el exquisito componente audiovisual de la pornografía –allá los meapilas y sus aburridos discursos asustaviejas-, pero no puedo sino seguir fascinándome ante cómo una cámara, un rostro, un simple gesto, puede disparar con tanta claridad la necesidad del encuentro sexual.

Verán, Acción en el Atlántico Norte no deja de ser un panfleto bastante tedioso en sus peores momentos sobre por qué los americanos tenían que venir a la vieja Europa para dejarse el cuerpo entre las balas desquiciadas del nazismo para salvarnos de nuestra propia estupidez humana. Tiene, quizá como anécdota central, el hecho de señalar sin el menor reparo a la Rusia comunista como la necesaria y entregada hermana aliada en la lucha por la libertad – idea que, por cierto, se repite sibilinamente en el montaje de las escenas de batalla gracias a los guiños explícitos a Einsestein. Sin embargo, lo realmente interesante de la película es ese pequeño, dulce encaje entre los cinco planos que les citaba y la universalidad, la belleza del deseo erótico.

Los chicos parten a la muerte, pero el cine debe ofrecerles, aunque sea, diez segundos de puro sexo, de pura belleza, para que todo el impacto de la guerra quede anudado en la posibilidad de lo humano. Por eso, quizá, les decía al principio, que a veces necesito volver al Cine Clásico. Sabemos de sobra que el mundo que emergió en sus márgenes no era el mundo prometido por su colección de buenas intenciones, precisos romances, happy endings y castigos finales del malo. Sabemos que había un proyecto ideológico lleno de exclusiones y de espinas dolorosas. Pero también sabemos que el Cine Clásico era, en sus mejores momentos, un arte de la mirada y de la posibilidad misma. El arte de lo imposible, de la ordenada belleza.

Por eso algunos quisimos ser Humphrey Bogart. Quién sabe. Por eso y porque la línea en la que se hilvanan el amor, el deseo y el fantasma, en fin, siempre está rodada en blanco y negro.

 

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