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De Beethoven y la consonancia de la genialidad en la educación lógica del Siglo XVIII

L. Jonás Vega Velasco
L. Jonás Vega Velasco
Natural de La Adrada, Villa abulense cuya mera cita debería ser suficiente para despertar en el lector la certeza de un inapelable respeto histórico; los casi cuarenta años que en principio enmarcan las vivencias de Jonás VEGAS transcurren inexorablemente vinculados al que en definitiva es su pueblo. Prueba de ello es el escaso tiempo que ha pasado fuera del mismo. Así, el periodo definido en el intervalo que enmarca su proceso formativo todo él bajo los auspicios de la que ha sido su segundo hogar, la Universidad de Salamanca; vienen tan solo a suponer una breve pausa en tanto que el retorno a aquello que en definitiva le es conocido parece obligado una vez finalizada, si es que tal cosa es posible, la pausa formativa que objetivamente conduce sus pasos a través de la Pedagogía, especialmente en materias como la Filosofía y la Historia. Retornado en cuanto le es posible, la presencia de aquello que le es propio se muestra de manera indiscutible. En consecuencia, decide dar el salto desde la Política Orgánica. Se presenta a las elecciones municipales, obteniendo la satisfacción de saberse digno de la confianza de sus vecinos, los cuales expresan esta confianza promoviéndole para que forme parte del Gobierno de su Villa de La Adrada. En la actualidad, compagina su profesión en el marco de la empresa privada, con sus aportaciones en el terreno de la investigación y la documentación, los cuales le proporcionan grandes satisfacciones, como prueba la gran acogida que en general tienen las aportaciones que como analista y articulista son periódicamente recogidas por publicaciones de la más diversa índole. Hoy por hoy, compagina varias actividades, destacando entre ellas su clara apuesta en el campo del análisis político, dentro del cual podemos definir como muestra más interesante la participación que en Radio Gredos Sur lleva a cabo. Así, como director del programa “Ecos de la Caverna”, ha protagonizado algunos momentos dignos de mención al conversar con personas de la talla de Dª Pilar MANJÓN. Conversaciones como ésta, y otras sin duda de parecido nivel o prestigio, justifican la marcada longevidad del programa, que va ya por su noveno año de emisión continuada. Además, dentro de ese mismo medio, dirige y presenta CONTRAPUNTO, espacio de referencia para todo melómano que esté especialmente interesado no solo en la música, sino en todos los componentes que conforman la Musicología. La labor pedagógica, y la conformación de diversos blogs especializados, consolidan finalmente la actividad de nuestro protagonista.
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análisis

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Es a menudo la Historia, poco más que una conmemoración de sucesos, que una cronología de hechos, si no de percances, más o menos ordenados según el gusto cuando no el mero interés, de quien resulta encomendado de llevar a cabo semejante tarea.

Sin embargo, en pocas, en contadas ocasiones, la Historia se convierte en una alocada aventura en la que un hecho singular da paso a otro si cabe más intenso; en el que un acontecimiento se revela por sí mismo como histórico, erigiéndose en hito incluso para los que resultan contemporáneos, impregnando con su ensalmo todo lo que es propio, dictaminando en función de la distancia que respecto del mismo guardan el resto de cosas, qué ha de ser tenido por propio, y que ha de ser eyectado por ser muestra de condición impropia.

Sensaciones, más que sucesos, en todo caso reservados a los elegidos. Los elegidos, una suerte cuando no una auténtica categoría moral, llamados no tanto al éxito individual, como sí más bien a provocar el enardecimiento en aquellos que de manera consciente o inconsciente forman junto a ellos parte intrínseca de esta a menudo incomprensible pintura hacia la que a menudo tiende la interpretación de un mundo, el que nos rodea, cuya intrínseca complejidad nos ha llevado a abandonar en la fustigante labor emprendida en pos de lograr las claves que nos permitieran lograr su desciframiento, pero que a medida que nos introducen en lo que creemos son las esencias del monstruo, no hacen sino desvelarnos lo lejos que estamos no ya de comprender la realidad, como incluso de interpretar los fenómenos mediante los que ésta se nos revela, casi siempre por medio de sutiles destellos.

Destellos, sutileza, presagios; son conceptos propios de una época propicia para una sociedad genial; y quién sabe si definitivamente vinculada al surgimiento de genios. En cualquier caso, y haciendo uso, que no abusando, de la ventaja que nos proporciona una vez más la perspectiva; podemos afirmar sin miedo a errar en forma de exceso de confianza, que el Siglo XVIII estuvo sin duda llamado a apropiarse de todos estos conceptos, aportando a cambio la virtud de que lejos de provocar un conflicto diplomático con la Historia (hecho que bien pudiera haber acaecido de haberse observado temeridad en el uso de “lo apropiado”,) el cúmulo de conductas que desde dentro se desarrollaron con absoluta naturalidad, nos llevan sin la menor de las dudas a tener que considerar abiertamente la posibilidad de que nos encontremos ante uno de los momentos más intensos de la Historia.

De hecho, el Siglo XVIII actuará como marco incomparable de multitud de hechos la mayoría de los cuales resultarán impresionantes en sí mismos, no teniendo en cualquier caso, que hacer demasiados esfuerzos a la hora de identificar en aquéllos que a priori no parecían dotados de significación necesaria en sí mismos, un halo de contingencia que lejos de conducirlos al menosprecio, termina por erigirlos en catalizadores de los que a su vez terminarán por ser grandes descubrimientos, avances y logros; afectando todos ellos a las más diversas estructuras, materias, o consideraciones.

Podemos así pues afirmar, y por ende lo hacemos, que el XVIII constituye en todo su esplendor un ejercicio activo de revisión de los parámetros que habrían de ser tenidos en cuenta antes de enfrentarse al cambio estructural del que el propio Hombre del XVIII será marca y a la sazón testigo.

Nos encontraremos así pues, sin el menor género de dudas, ante  un hombre diferente. Es el Hombre del XVIII, el primer hombre que es. El Hombre del XVIII es, en tanto que es el primero en tener plena conciencia a la vez que neta consciencia de sí mismo. El Hombre del XVIII sabe de sí mismo, siendo por ello el primero en estar plenamente capacitado para saber de todo lo que no es él mismo.

Estamos así pues ante el primer científico completo. El primero verdaderamente preparado para conocer todo lo que le rodea; el primero preparado para sorprenderse, sin que de tal sorpresa por primera vez haya de extraerse miedo.

El primer hombre libre de miedo, quizá por ello el primer hombre propenso a la Libertad. Mas la Libertad, como la mayoría de los grandes conceptos, resulta propenso a causar indigestiones, no tanto por el efecto que puede llegar a causar su elevado consumo, como sí más bien el que se deriva de la reacción que experimentan los cuerpos que no habiendo disfrutado de su presencia, se enfrentan ahora, de repente, a la ardua labor que va ligada a la digestión de ésta.

Nos encontramos así pues ante un hombre que bien pudiera considerarse como un experimento en sí mismo. No en vano, la mayoría de los escenarios tanto físicos como por supuesto intelectuales en los que más que vivir, se debate, están impregnados de un aroma incipiente que rezuma novedad. Para entendernos, todo en el Hombre del XVIII huele a nuevo, y eso es, sin duda, sinónimo de territorio fértil para los que quieren sacar tajada, bien resucitando viejos temores, bien dando respuesta a las nuevas dudas a través de las consideraciones que resultan a modo de conclusiones del nuevo invento procedimental denominados Método Científico.

Se trata pues, o mejor dicho, en cualquier caso, de un escenario diabólico en el que hecho antagónicos juegan partidas inmisericordes amparados en la certeza de la dramática apuesta que se desvela del hecho de comprender que, tal y como ocurre entre un electrón y un protón, cualquier suerte de aproximación inaudita se traducirá inexorablemente en la desaparición de ambos. Y tales hechos acontecieron, ¡vaya si lo hicieron! Tal y como cabe imaginarse, provocando con tales choques un nuevo universo de luces, presagio de la ingente cantidad de energía que era liberada; energía que por el bien de todos había de ser debidamente canalizada pues de  no ser así, paradójicamente, bien podría amenazar a la Humanidad entera.

La pregunta de cómo podía estar toda la Humanidad en peligro merece sin duda una respuesta a la altura. Y de tal hablamos cuando decimos que la Humanidad a finales del XVIII se encuentra en peligro en tanto que se encuentra bajo la amenaza del más peligroso de los males, aquél que logra pasar desapercibido no tanto por su capacidad para mimetizarse, como sí más bien por contar con el más eficaz de los métodos de camuflaje; el que te proporciona tu rival cuando es incapaz de sentirte como una amenaza, precisamente porque su autocomplacencia le aboca a abrir todas las ventanas para que entre la luz, aparentemente inconsciente de que con ello flanquea también el paso a las tinieblas.

Debates que integran en el presente los presagios de futuro que se significaban de manera evidente en los desarrollos de Descartes; y que se vuelven ahora más certeros si es que tal cosa fuese posible precisamente a colación de las grandes dosis de realidad que a consecuencia de los mismos y de otros aportan los edificios contraídos por Kant; no hacen sino implementar poco a poco la idea de que el Hombre ha de empezar a caminar solo, sino que lo hace con una fuerza inusitada, una fuerza que en contra de lo que pudiera parecer amenaza con pecar por exceso arrebatando al hombre todo cuanto tiene; haciendo con ello perder en un instante, lo que ha costado toda una eternidad conquistar.

Es entonces cuando en mitad de tamaña tormenta, tal y como no puede ser de otra manera, en terreno inhóspito, propenso pues a la confrontación dialéctica, donde verá la luz no tanto nuestro protagonista, como sí más bien su obra.

Porque estamos en el caso que encierra la paradoja existencial de Ludwig Van Beethoven, ante uno de esos no extraños como sí más bien extravagantes casos en los que la obra supera a su creador. Y en contra de lo que pueda parecer, o concretamente como pasa en la mayoría de las otras consideraciones en las que tal hecho se observa, no precisamente porque el hombre que hay tras la misma sea un pusilánime, más bien al contrario. Lo que pasa, en conclusión, es que la obra de Beethoven supera con mucho, a la mayoría de circunstancias que implementadas o acontecidas en el siglo, merecen en tanto que tal, ser tenidas en cuenta.

Abrumado por el contexto, Beethoven será víctima propiciatoria de lo que bien podríamos denominar efecto Mozart. Sus síntomas eran bien conocidos, y se encuentran perfectamente descritos en las biografías de todos los que perteneciendo fundamentalmente a la incipiente burguesía que a la sazón nacía al albor de la revolución cuyos preceptos esenciales ya hemos contextualizado suficientemente; se erigían según sus padres en justos herederos de la “obra y milagros” del fallecido Mozart; el cual tras haber sido injustamente castigado en vida, y lapidado a su muerte con el látigo de la indiferencia; se erigía ahora en portador de los consabidos parabienes de una Sociedad que a base de comer en las mejores bandejas, necesitaba ahora de abandonar el deleite para asumir logros auténticamente provechosos.

Será así pues el niño Beethoven castigado por la inmundicia moral demostrada por un padre alcohólico empeñado en mostrar a sus conocidos la grandeza de un hijo al que de principio obligará a tomar clases de piano y clarinete; no dudando en sacarle de la cama a horas del todo impropias en un desmedido afán de mostrar a sus seguidores la carrera hacia el éxito que su hijo, al que no dudará en tildar de El Nuevo Mozart, ha comenzado.

Hechos como éste, irán poco a poco cercenando la estructura social de un ya por sí tímido niño que encontrará en la soledad en principio forzada a la que le abocan las horas de clase, la excusa perfecta para alejarse después de una sociedad que lejos de comprenderle, amenaza con arrojarle al ostracismo, haciendo bueno por enésima vez el hecho de que el mundo destruye todo lo que no comprende.

Se verá así pues Beethoven abocado al mundo, o tal vez sería más justo decir que el mundo habrá de acostumbrarse a un Beethoven en el que la confluencia de múltiples factores, terminan por consolidar la certeza de un genio. Porque efectivamente, Beethoven era un genio; pero un genio dotado de virtudes diferentes, e incluso en algunas ocasiones, abiertamente enfrentadas a las atesoradas por el Mozart tras cuyos pasos su progenitor quiso ponerle.

¿Significa esto que existe una correlación entre Mozart y Beethoven? Obviamente, no. Lo que sin embargo sí que se observa es la dicotomía que de las formas de proceder de ambos nos permite afirmar no solo las evidentes diferencias que entre ambos compositores existen; sino poner de manifiesto el impacto dialéctico que al respecto se dirime. Así, de observar a un Mozart genial en el sentido literal que todos podemos a tal efecto suponer es decir, alguien a quien la grandeza acude sin requerir esfuerzo alguno; para Beethoven hemos de imaginar un terreno más dado al conflicto ético. Y digo al conflicto ético porque si tal y como es sabido Mozart componía para los demás, siendo su música estrictamente pública, en el caso de Beethoven eran las consideraciones personales las encargadas de discernir al respecto de la corrección o no de una frase, de un pasaje, o de un motivo.

De esta manera, Mozart queda fuera de cualquier tiempo, no en vano la genialidad es atemporal, quedando fuera de cualquier límite o parangón. Mas al contrario, la capacidad de trabajo de Beethoven le lleva a promover por méritos propios su ascenso a la condición de Músico del XVIII por excelencia.

Era capaz de pasarse horas con una frase. Escribía, leía y volvía a escribir, repitiendo y reescribiendo una y mil veces ese determinado momento que no le sonaba. Buscaba la perfección, ¿por qué? No solo porque creyera en su existencia. Mucho más importante, porque creía que el Hombre estaba capacitado no solo para acceder a la misma, sino que estaba preparado para lograrla con sus propios medios. ¿Puede ahora alguien poner en tela de juicio que, efectivamente, estamos ante el Primer Compositor Romántico de todos los tiempos?

Con todo, o más concretamente a pesar de todo, inciden en Beethoven todos y cada uno de los considerandos propios de percibir más que de saber hasta qué punto siempre quedará algo por decir.

Probemos pues a escuchar su Música. Sin duda, un permanente presagio del infinito.

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