A León, León Salgado el cazador de cuentos, le gusta -y hasta donde le ilumina la memoria siempre le ha gustado- hablar de su perro, pedir en un restaurante lo que  ha sobrado de comida para llevárselo al animal, culparle de que haya desaparecido un libro de su despacho, invitar a Emili que le acompañe a dar con un paseo con el perro.

-Pero papá, si nosotros no tenemos perro.

La respuesta, invariable con apenas matices, divierte tanto a León como hablar de su perro sin nombre, de ese perro que no tiene y cuya mención siempre desconcierta o descoloca a Emili, que ya tiene siete años.

-Vamos, lo que sucede es que te da pereza salir.

-No me da pereza.

-Pues entonces acompáñame, ven conmigo a pasear al perro.

Y sucede que Emili accede, porque desde que nació está hecho al trato con los imposibles que con tanta naturalidad como insistencia utiliza para hablar su padre.

Mientras caminan juntos por una calle secundaria flanqueada por grandes torres o chalets Salgado coge una piedra y la tira hacia adelante, a ver si se la trae el perro. Y quizá para no tener que repetirle una vez más a su padre que ellos no tienen perro es Emili quien mueve sus piernas largas; los dedos ingeniosos y preciosos y precisos regresan al cabo de un instante con la piedra y a cambio el niño recibe una sonrisa enorme, la luz brillante que nace de una mirada de todo hombre que es un buscador de tesoros, y a quien acaban de entregar algo de incalculable valor; mira y lo remira la piedra, es blanca con una veta azul, antes de guardársela en el bolsillo.

Es por la mañana, no muy temprano, un día de invierno agradablemente soleado cuando un perro de tamaño medio, pero sin duda fiero y con un aire muy malvado, se cruza de un salto ante el cazador de relatos y su hijo aterrorizado que han salido a pasear utilizando el pretexto habitual. El animal escupido desde las sombras gruñe y ladra, rencoroso y amenazante; babas blancas resbalando por la comisura de la fea boca sin labios. Emili se esconde tras su padre, que levanta los brazos y respira fuerte, listo para luchar, proteger al niño como sea. Y justo en ese preciso instante un perro más bien blanco, de cola larga que apunta hacia arriba, un perro alto aunque en absoluto elegante sale corriendo del interior de un chalet o una torre, o tal vez desde un charco de luz, y sin avisar ni dudar se lanza contra el agresor malvado y fiero y babeante, lo muerde en el cuello, le clava las pezuñas en los ojos reconcentrados, lo derriba con su peso y hace presa en una de sus orejas dispuesto a arrancársela. El perro oscuro llora y se defiende, mal, y por último logra escapar sangrante y cojeando.

El perro alto, de cola altiva y ojos claros busca un instante los ojos del niño, y luego los de Salgado, y desaparece tan rápido como había aparecido. Emili quiere correr tras él, agradecerle, pasarle un brazo por el cuello, desafiarle a un juego de lametazos. Como es natural no logra encontrarlo. Quizá otro día. Su padre sonríe enigmático, sin hablar; se limita a coger al niño de la mano, pues ya es hora de volver a casa. De hecho ninguno habla hasta que Dulce, la madre de Emili, les pregunta, cuando están terminando de comer:

-¿Qué tal el paseo con el perro?

-Bien.

Y Emili mira a su padre que está intentado, con gran torpeza, mondar una naranja, y ni siquiera levanta los ojos. Debe significar que no quiere entrar en explicaciones. Así que Emili no lo traiciona, pero sí añade unas palabras a su primera respuesta demasiado sinténtica.

-Me encanta el perro de papá. Es bárbaro.

Y desde entonces al perro, casi siempre invisible, de la familia Salgado, se le llama así.

 

(Artilato, aunque más relato que artículo, dictado por Javier Puebla, , y mecanografiado por Ángel Arteaga Balaguer)

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