Los botines son la pieza fundamental de su indumentaria, los calza cada día, cuando sale de casa para vender sus dibujos, haga frío, haga calor; o incluso muchísimo calor. Son duros los días en los que el termómetro sube y sube, supera los cuarenta grados, y se ve obligado a deambular por los bulevares más umbríos para que la sombra mitigue la excesiva exhuberancia del sol. Camina por las calles, amparado por la magia de sus botines, con paso elástico e inasequible al cansancio, hasta que detecta en alguien la sensibilidad suficiente para convertirse en un posible comprador.

En ocasiones, cuando está inspirado, o ya ha vendido suficientes dibujos para cubrir sus gastos de la jornada, aborda inmediatamente al presunto cliente.

-Buenos días. Me llamo…

Y dice su nombre, para luego añadir su profesión: dibujante y pintor.

Sólo en una ocasión una turista de edad madura, pero aún poseedora de una belleza perturbadora y en plenitud, le compró la carpeta entera, y ni siquiera regateó.

-¿Me haría usted un retrato, señor artista? -le pidió entonces.

Los botines se movieron inquietos sobre el suelo; era uno de esos días en los que era imposible no pensar en la temperatura, en el asfixiante calor.

Negó con la cabeza. No señora, lo siento. Nunca hago retratos, al menos al natural. Algunas veces de memoria, sí. Cuando se me ha quedado grabada una cara, un movimiento, o simplemente un color.

Eso no lo dijo, sólo lo pensó. El movimiento negativo de cabeza, los hombros encogiéndose… Nada más. Antes de despedirse, y desaparecer, cogió la suave mano femenina y se inclinó para rozarla apenas con los labios resecos. Soñaba únicamente con regresar a su casa, escapar de la garra sucia del calor.

Desde aquella ocasión, y aunque nunca volvió a repetirse el pequeño milagro de que alguien adquiriese la totalidad de los dibujos que llevaba en la cartera, se acostumbró a rondar alrededor de los grandes museos, en busca de extranjeros sedientos de arte, o de algún recuerdo especial del viaje al país del sol. El hombre hablaba un poco de francés, y chapurreaba con soltura inglés, italiano y portugués. Detestaba extenderse demasiado, las absurdas explicaciones acerca de lo que significaban sus dibujos, en su lengua natal: el español.

Podía llegar a caminar horas y horas, comiendo lo justo y bebiendo lo imprescindible. No era ambicioso, al menos no de dinero. Regresaba sin titubear a su estudio, que también era su hogar, en cuanto calculaba que ya había logrado lo suficiente para pagar el alquiler, llenar la nevera o saldar la factura de la luz.

Los últimos pasos de la jornada, los del camino de vuelta, eran lentos: los botines prodigiosos tan cansados como él. Vivía en el último piso de un edificio de cuatro plantas en el que nunca había habido ascensor. Pero en cuanto abría la puerta de su casa la fatigaba desaparecía como por ensalmo. «Hola, mi Tosi Toshiba», mascullaba sonriente cuando entraba en el salón. El nombre, tener un nombre, poder decir un nombre al llegar a casa, era algo fundamental para él.

-Ya estoy aquí, Tosi -insistía, ampliando su sonrisa.

Tosi, como es natural, no decía nada. Era un aparato un poco viejo, pero seguía funcionando a la perfección. Antes de quitarse la americana, dejar la carpeta con los dibujos no vendidos, o beber un vaso de agua, se acercaba al aparato de aire acondicionado y con el dedo índice lo empujaba suavemente, hasta que se encendía la lucecita verde que indicaba que ya estaba en on.

Entonces se desprendía de la americana, dejaba la cartera encima de la cama -siempre con las sábanas y la colcha perfectamente estiradas- de su habitación, bebía despacio un vaso de agua y entraba de nuevo en el salón. A esas alturas Tosi ya había empezado a ronronear, demostrando su buena voluntad; y quizá también un pequeño atisbo de buen humor.

El artista se sentaba en el único y desgastado sillón de orejas, con los brazos apoyados y las piernas tan separadas como le era posible; al final de las mismas los botines continuaban abrazando sus pies exhaustos con desmedida pasión.

Cerraba los ojos, buscando entender el lenguaje de Tosi, la música, nunca exactamente igual, de su segura voz. No era fácil ni inmediato. A veces pasaban muchos minutos hasta que el ronroneo se convertía, para el hombre, en sinfonía o canción. Cuando eso por fin sucedía, la música le llegaba y tocaba el corazón, comenzaba a seguir el ritmo con la cabeza y los hombros; los pies todavía no. Los pies seguían inmóviles hasta que la piel de los botines se enfriaba por completo y podía mover los dedos sin la presencia malhadada del sudor.

Do re mi sol fa mi do…

Lo hacía sin apenas darse cuenta: juntar las piernas, ponerse en pie, comenzar a bailar con pasos ágiles y ligeros de un lado a otro de la estancia fresca; pequeño oasis al que no alcanzaba la impiedad del calor. En algún momento, mientras bailaba feliz, cogía un lápiz o un pincel o un carbón, y comenzaba -sin dejar de bailar- a realizar trazos sin ninguna intención premeditada sobre los papeles que dejaba clavados con chinchetas sobre las paredes desconchadas de la amplia habitación cada noche. Acababa con uno y empezaba el siguiente, iba alante y atrás, ingrávido, mágico, casi volador…

Bailaba y dibujaba. Sin pensar, sin apenas mirar los trazos que iban realizando sobre las hojas de papel sus dedos de creador. Sólo al día siguiente, al levantarse y recogerlos con mimo y cuidado, rociarlos con una capa de fijador, se fijaba en ellos antes de guardarlos sin ningún orden concreto en el interior de la carpeta. Le encantaban. Eran magníficos, los dibujos más maravillosos que había visto nunca, tenía que apresurarse en bajar a la calle para enseñárselos al mundo.

Entonces se calzaba los botines y comenzaba de nuevo su pequeña vida. El baile secreto que guiaba sus pasos, sonase -o no- en el mundo exterior la música de alguna canción.

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