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Atados al consumismo de “No Viajar”

Martius Coronado
Martius Coronadohttp://www.elpaisimaginario.com
Martius Coronado (Vva del Arzobispo, Jaén 1969). Licenciado en Periodismo, Escritor e Ilustrador. Reflejo de la diáspora vital de vivir en Marruecos, USA, UK, México y diferentes ciudades españolas, ha ejercido de profesor de idiomas, jornalero, camarero, cooperante internacional, educador social y cómo no, de periodista en periódicos mexicanos como La Jornada, articulista de revistas como Picnic, Expansión, EGF and the City, Chorrada Mensual, RCM Fanzine, El Silencio es Miedo, también como ilustrador o creador de cómics en diferentes publicaciones y en su propio blog. La escritura es, para él, una necesidad vital y sus influencias se mezclan entre la literatura clásica de Shakespeare o Dickens al existencialismo de Camus, la no ficción de Truman Capote, el misticismo de Borges y la magia de Carlos Castaneda. Libros: El Nacimiento del amor y la Quemazón de su espejo: http://buff.ly/24e4tQJ (Luhu ED) EL CHAMÁN Y LOS MONSTRUOS PERFECTOS http://buff.ly/1BoMHtz (Amazon)
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análisis

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Cambiar la perspectiva nos hace percibir la existencia de forma diferente. La cotidianeidad nos fija, y en su repetitiva seguridad, se nos olvida pensar en otra cosa que no sea nuestra propia rutina.

Viajar siempre fue la mejor apertura, camino e iniciación que una mente inquieta por ser, podía tomar. Su elección, propia o forzada, nos hace testigos de otras realidades y nos impele a descubrirnos maleables, cambiantes y aprendices de un marco distinto al propio. Su visión, frente a lo conocido, mesura y concede un nuevo valor a lo que somos y a lo que hemos vivido, aunque su visita sea momentánea. Es su permanencia, sin embargo, la que nos devela un yo distinto, y nos susurra la infinita posibilidad de la existencia y de los caminos por tomar, inaprensibles en su totalidad, pero a la par tan posibles e infrecuentes como el viaje.

Asentarse, permanecer y perdurar, nos hace previsibles. Convirtiendo las innumerables posibilidades de cualquier ser humano, en un límite programable, fácil de adoctrinar, dirigir y vigilar. Repetir lo que hemos aprendido a ser y a actuar, termina por obstruir y desechar, todo aquello que nos niegue o que, en su ejemplo y susurro, muestre una forma diferente de ser y entender el hecho de vivir. Concebir que pueda y exista, algo mejor que lo propio, ese escenario social y personaje en los que hemos invertido décadas, revela nuestro pánico al cambio, la adicción a la rutina y el elusivo pavor de llegar a conocernos.

¡Arrebátale o inyecta la duda en el valor existencial de una persona!, y su insolente y defensiva respuesta, te hará estrenar un enemigo. ¡Elogia cada minúsculo aspecto de sus costumbres!, y aquel que fue un extraño, ahora será tu amigo.

En el pasado viajar, más allá de las forzadas razones de la guerra, las hambrunas, los afanes de poder o de riquezas, implicaba el consciente deseo de enfrentar lo desconocido, como sinónimo de aventura, iniciación y aprendizaje. Las grandes preguntas de la vida, con su aguijón existencial, inoculaban el sueño de la huida como única forma de búsqueda. Hoy su necesidad se camufla y disuade con sustitutivos de múltiple forma y origen, desde el intangible deber social, hasta el infranqueable límite del poder adquisitivo.

El viaje por placer es un invento demasiado reciente y burgués. El Mundo del ahora, ha conseguido eliminar en lo posible la incertidumbre que causa la exposición a lo ajeno, convirtiendo el viajar en una transacción cara que ha internacionalizado sus trámites y códigos. Por si la realidad nos tienta o disturba en cualquiera de sus formas, tener la potestad de refugiarnos en el buffet continental de un hotel, sabiendo que pronto, muy pronto para bien o para mal, volveremos a casa.

¡Pero no siempre se puede viajar!

Como todo afán y necesidad humana su uso nos despierta las ganas, y su desuso nos las oculta. No se puede querer lo que no se conoce. Pero los mundos inalcanzables, nos aletean su existencia desde las rendijas de la actualidad virtual. Es entonces cuando, ante la imposibilidad de probar su paisaje y alejarnos de nuestra rutina, buscamos sustitutos. El consumismo puede ser una más entre muchas salidas, pero su costumbre globalizada y camaleónica parece adaptarse y llenar cualquier vacío, convirtiéndolo en la opción mayoritaria e instintiva del ciudadano medio, como si ante cualquier mal, él fuera el mayor y mejor simulado remedio.

Salir de compras se ha convertido en el mejor antidepresivo, aunque su alivio sea engañoso y efímero, y por extensión en una forma de viajar, no sólo para calmar la imposibilidad momentánea o temporal de adquirir la lujosa condición de turista, sino por la procedencia globalizada de los productos a nuestro alcance.

La ironía se disfraza de maquiavélico plan cuando todos, incluida la minoría que critica las desigualdades del sistema vigente, nos vestimos y adornamos nuestro vivir con bienes de consumo que simbolizan con su mera existencia, la marea imparable y triunfante del poder a la que, inevitablemente, nos adherimos, cual cómplices, por su adquisición. ¿Quién renuncia a renovar su móvil, televisión o consola, aunque sepa que el coltán, necesario para los productos de las últimas tecnologías, causa guerras y miseria en África, por los intereses de las multinacionales? O ¿quién se resiste a renovar su guardarropa ante los precios bajos de Inditex o Primark, aún a sabiendas de que en su manufactura millones de trabajadores del “Otro Mundo” sufren condiciones salariales, laborales y de seguridad más propias de la esclavitud que de un mundo civilizado?

No podremos viajar como en nuestros sueños nos imaginamos, pero de Bangkok a México, de Dhaka a Nairobi, pasando por Filipinas, Honduras, China, Sri Lanka, Corea y el último rincón del planeta, se hallan representados en el origen y proceso de nuestras compras. Ellas viajan, y gracias a ellas y en lugar de nosotros, nuestro dinero para engrosar las cifras digitales e infinitas de las corporaciones multinacionales que han logrado modelar el mundo a su conveniencia, atropellando valores, solidaridad, vidas y medioambiente, transfigurando instituciones políticas y personas de todo el mundo en meros instrumentos de su engranaje megalómano y ávido sólo de acumular riquezas, patrimonio y poder.

Pier Paolo Pasolini, el controvertido y lúcido director de cine italiano, llegó a afirmar que la historia del mundo nos demuestra que ninguna civilización logró crear una sociedad justa. Pero iba más allá, profetizaba que el futuro tampoco lograría engendrarla, dando a entender que la naturaleza humana, en su expresión social, no busca el interés general sino que más bien es el fruto de los egoístas juegos de poder. Hoy, cuando ya se cumplen más de 40 años de su muerte, a pesar de los avances científicos y sociales, cuando hay capacidad para erradicar el hambre, crear una red energética eficiente y universal o hacer accesible los adelantos farmacológicos y de salud, prima el negocio sobre el ser humano; confirmando que su pesimismo no era tal, sino simple pragmatismo.

Si pudiéramos viajar y conocer de primera mano las condiciones de nuestros semejantes, quizá todo podría ser diferente. Pero ese viaje iniciático nunca podrá ser mayoritario y general, estamos anclados a la rutina y esa cadena, aunque no lo es individualmente, parece irrompible para el colectivo. Así que lo único que nos queda es dar el paso y comenzar un viaje propio, fuera de las rutas marcadas por el consumismo y el turismo, quizá hacia nosotros mismo. Fueron los hombres individuales y no las sociedades los que consiguieron cambiar el mundo, así que comiencen a dar sus pasos. Quizá la esperanza resida, no en la inercia del grupo, sino en el viaje de uno, ese que pueda marcar los pasos que algún día seguirán muchos.

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