Arabs Bint el-Amiror

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Ahmad desmontó en la ribera del Shatt-en Nil, cauce olvidado donde halló a otros descansando. Les dijo: «¡Bajad los pellejos! ¡No es agua lo que ando buscando! Sin jugo dejé el desierto, sin comida ni ejército, pues a muchos hombres asesiné con mi sueño, haciendo que siguieran al ciego, al loco, al enamorado, a aquel que nunca más será su propio dueño».

«Conozco ese brillo en la mirada, mi príncipe», dijo un anciano, tan antiguo y sabio como el mismo suelo; seco, dolido y encorvado, sus cansados ojos tras un blanco velo. «Yo soy Abad el viejo, rey de la desaparecida Karönt, a la que abandoné por un sueño, el mismo que habita en tu mirada, el que nos amarga el ceño.»

«¿Sabes qué busco entonces?», preguntó Ahmad. El anciano sonrió con tristeza, alzó lentamente el dedo, y dijo: «¿Qué otra cosa podría ser sino aquella altiveza?». La visión le fue entonces revelaba, pues allí tomaba cuerpo el deseo, el seno que hollaba a caballo en sus quimeras de luna, todo cuanto le quedaba al despertar, su única fortuna.

Admiró la suave curva de los contornos, cuán bello era en su forma, deseó mamar de él como un hijo y lamerlo como un amante, tomarlo para siempre y no tomar nada más, pues más grande tesoro no había, ni tampoco más brillante. En aquel momento supo que no podría vivir sin él; sintió celos de todo aquel que lo miraba, y creyó desfallecer bajo el peso de la terrible broma que hacía de aquel sueño su nueva morada.

Abad el viejo rió: «Ven y siéntate con los demás». Le hicieron sitio y formó parte de la espectral compañía. «Aquí no sólo compartimos el pan, sino también los celos y la terrible agonía. Verás granjeros, comerciantes, reyes y príncipes como tú, unidos por el mismo sueño, el que nos trajo a este lugar, la visión del seno más hermoso, la suma de todo lo bello. Dime príncipe: ¿serás tú distinto y te lo podrás llevar?»

Ahmad no contestó, se acomodó junto al río e hizo lo que el resto. Y qué otra cosa podían hacer sino sentarse y mirar, adorar en silencio aquello que no podían desposar y, acaso, en los momentos de mayor desesperación, balbucear:

«Arabs Bint el-Amiror, Alá te hizo montaña y me mató».

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