Anuló todas las citas pendientes antes de dar de baja sus (dos) líneas telefónicas. Después hizo hueco en el buzón para la correspondencia que estuviera por venir y arrojó al cubo de la basura las misivas del banco, los folletos de comida rápida o las promociones dentales que iban destinadas de forma genérica a EL/LA PROPIETARIO/A.

Dudó un instante antes de subir a su piso y finalmente arrancó del buzón la plaquita con su nombre. No halló vecinos en el camino de vuelta y se felicitó por ello.

Dio de baja sus perfiles en redes sociales después de borrar cada una de las imágenes y greguerías en ciento cuarenta caracteres que había ideado con pulcritud de orfebre. Su musa no era el hada verde de la absenta, sino el vino tinto peleón, según escribió hace un par de meses. Y en aquel recorrido desde su pasado reciente hasta su pasado profundo recordó los labios oscuros de Alfonso, la perilla desteñida de Pedro o la bizquera de Luis, en orden inverso a su memoria, irremediablemente. Algunas fotografías debía de haberlas borrado mucho antes, pensó, algunas fotografías no debían haberse tomado nunca.

Cerró las puertas, bajó las persianas, apagó las luces…

El zumbido del frigorífico la distrajo; entonces decidió bajar los plomos de la electricidad para no andarse con medias tintas.

Pero aún faltaba algo.

El ruido de la ciudad inundaba la oscuridad de su sala de estar. Una ambulancia, tal vez un camión de bomberos, los gritos de un muchacho, la respuesta ilegible de su madre, el sonido estridente de un cierre metálico, probablemente los chicos del supermercado… Colocó toallas bajo las puertas tratando de mitigar aquellas irritantes distracciones y dejó pasar el tiempo. Sólo cuando anochecía empezó a dejar de percibir los ecos de la ciudad. Había llegado el momento.

Comenzó a enroscarse, lentamente. Estaba sola. Estaba sola al fin.

Ya sólo debía dar un paso más para conseguir su verdadero propósito.

Desprenderse de sí misma.

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