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Al padre santo de Roma

Alejandro Sánchez Moreno
Alejandro Sánchez Moreno
Docente en educación secundaria e historiador. Especialista en historia del movimiento obrero andaluz. Es autor de numerosos artículos de investigación y ha publicado las monografías históricas José Díaz, una vida en lucha (Almuzara, 2013); ¿De qué se nos acusa? (Utopía Libros, 2014); y La lucha por la unidad (Utopía Libros, 2015), además de la novela "En el panel derecho de El jardín de las delicias" (Leibros, 2017) El autor escribe habitualmente en prensa escrita y digital y ha colaborado en medios como Viva Sevilla, Cuarto Poder, El Correo de Andalucía, Infolibre, Tercera Información o eldiario.es. Actualmente es jefe de opinión de El Común.
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análisis

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Santidad.

Le ruego me disculpe por intentar llamar su atención con algunas cosas mundanas. Y sobre todo por osar importunarle así con ello. Y nada menos que a usted, que es alguien que no tendrá tiempo para tonterías. Pues ha sido tocado por la divinidad, sin duda, para objetivos mucho más importantes que el que yo -que sé lo que es estar ocupado porque también soy padre, aunque no santo-, pudiera jamás plantearle. El caso es que, venía  a molestarle yo para contarle una historia. Una simple y vulgar historia protagonizada por una piadosa mujer y muy devota católica. Que murió hace mucho tiempo, tanto ya que pocos podrían decir recordarlo. Y que sucedió en España, concretamente en Sevilla, apenas unos cinco meses antes de que usted naciera. Fíjese, Santo Padre si ha llovido desde entonces.

Su Santidad, la mujer de la que le hablo se llamaba Isabel y se apellidaba Atienza, y era una persona sencilla y humilde del barrio de la Macarena. Ella abandonó este mundo siendo ya una anciana, a pesar de no haber fallecido de manera natural, pues ella fue asesinada, en mitad de una plaza, sólo por ser la madre del obrero y sindicalista portuario Saturnino Barneto. En aquellos días, como ya usted sabrá, unos militares traidores a su patria y a sus juramentos de lealtad al orden establecido, decidieron levantarse en armas contra la legalidad constituida en España, ahogando con ello en sangre al país en una guerra que duraría tres largos años.

A Isabel la asesinaron unos delincuentes comunes muy conocidos en el barrio. Eran unos camisas nuevas de la Falange, que se acercaron al fascismo a ver si pescaban algo en mar revuelto, y por eso tuvieron que demostrar que a crueldad no les ganaba nadie. Estos malnacidos, obligaron a la mujer a ver varios fusilamientos, y después le dieron el paseo a ella misma, dejando que su cuerpo se pudriese en la calle durante días como advertencia al resto de los vecinos. La pobre señora, ya muy mayor, no había ni siquiera participado en las acciones de resistencia que se vivieron en aquellos barrios populares de Sevilla, y en lo único que se sabe que llegó a intervenir, fue en recriminar a unos milicianos que se estuviesen burlando de unas monjas. Imagine Santidad, lo buena sierva de Dios que era.

Tan solo en aquellos días de dolor, fueron miles los sevillanos asesinados por las hordas fascistas del general Queipo de Llano. Muchos eran cristianos y católicos como Isabel, y otros muchos no. Pero aunque hubiesen renegado de la Iglesia en ese tiempo convulso, hasta estos últimos representaban mejor el espíritu cristiano que aquellos que los mataron y después se lavaron las manos de sangre en agua bendita. Aun así, los asesinos, lejos de ser repudiados, fueron bendecidos por una Iglesia que llamó a este genocidio «cruzada», ya que la institución que usted dirige ahora, era entonces capitaneada por un papa un tanto reaccionario, y que hasta fue señalado por su complicidad con regímenes tan crueles como la Alemania de Hitler o la Italia de Mussolini.

Por suerte para todos, aquella Iglesia retrógrada y deshumanizada duró poco más. Llegaron Juan XXIII y el concilio, ¿recuerda?. Los curas y las monjas parecieron despertar, y salieron al mundo para posicionarse del lado de los pobres de la tierra y no del poder. Tomaron cada vez más protagonismo los curas obreros, entre los que pronto destacaron los jesuitas como usted, y que aportaron todo su esfuerzo para mejorar la vida de los desheredados de la Tierra. En España, la cosa por supuesto que también cambió, y hasta personajes en lo más alto de la jerarquía eclesiástica como el cardenal Tarancón, se pasaron a la oposición al franquismo. Hay que ver las vueltas que da la vida, ¿no es verdad, Su Santidad?

Y es que el franquismo no solo fue un régimen criminal y totalitario, sino también un instrumento de las clases poseedoras frente a los humildes. Y por eso, por muy nacionalcatólico que se proclamase, al estado franquista no le tembló nunca la mano para eliminar también a sacerdotes que no comulgasen con sus ideas. Fíjese que en el País Vasco, hubo un cura que hizo méritos para hacérsele santo y todo. Se llamaba José Sagarna, y fue asesinado por una denuncia falsa que interpuso un cacique contra él porque nunca aceptó sus privilegios como señorito. Cerca del lugar en el que lo fusilaron, un manzano casi muerto (sagarna proviene del término manzana en euskera), rebrotó de repente, y los lugareños comenzaron a peregrinar al lugar, aunque eso no sirvió para elevar a Sagarna a los altares, a pesar de la de santos que hay allí por mucho menos.

Santidad. Si el quinto mandamiento prohíbe claramente lo de matar, está claro que Franco eso lo incumplió hasta el fin de sus días. No sé qué piensa usted, pero a mí no me cabe duda de que si existe un Dios, ese señor va a estar pudriéndose en el infierno durante toda la eternidad.  Pero a pesar de eso, no sé si estará al tanto de que la Iglesia -sí, su propia Iglesia-, parece estar dispuesta a blanquear aquellos crímenes otra vez. Y así, hace unos días, la familia, en un claro reto al Gobierno español que va a decretar la salida de Franco del mausoleo del que disfruta en el Valle de los Caídos, ha amenazado con trasladar sus restos a la Catedral de la Almudena. ¿Se lo puede creer? Van a sacar a ese asesino de un espacio a 50 kilómetros de la capital, para llevárselo a pleno centro de Madrid, en una clara ofensa a las víctimas. ¿Y sabe qué? Que el Arzobispado ya ha anunciado que está dispuesto a participar en la felonía, y ya ha dicho que no puede negarse a los deseos de los herederos del tirano.

Dejando a un lado que el código de Derecho Canónico de 1983 (sus propias normas, vamos) no permite este entierro de Franco en la catedral. ¿Le parece a usted esto justo?, ¿Cree que la Iglesia puede volver a ser cómplice del fascismo?, ¿Va a callar ante ese nuevo atropello a esos muertos que todavía aguardan justicia en el silencio de decenas de miles de tumbas anónimas improvisadas en cunetas? No sé Santo Padre, pero me parece que ante esto no podrá hacer la vista gorda de nuevo como se dice que hizo en los tiempos de la dictadura argentina. Solo espero que sea consecuente con los mensajes que ha venido lanzando desde que fue elegido por el Espíritu Santo para mandar en las almas mortales, y sea capaz de decir no a este nuevo ataque a unas víctimas que no hicieron otra cosa que morir por unas ideas. Unas hermosas ideas que nos hablaban de justicia social, de libertad y de igualdad, y que en el fondo se parecen mucho a las que ya predicaba el Jesús al que usted dice representar.

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