¿Por qué, estando solo con su cerviz baja,
no llega al monte ya más el señor del cadmio,
por qué ya nadie se inclina ante una autoridad
de paja como fue el lince ibérico que llama a la verdad?
Quiero desvencijar una lanza del miedo,
traer a los bosques la nueva forma
de sentirse triste que agrada
entre los médanos más viejos.
Y para eso esta ahí, él,
quien no desea ser
carne para nadie,
vomitar del cielo.
Quiero ser el mendigo
que desvencija este suelo
su poder de cristal
que mueve el cordel
de las destemplanzas.
Voy a ser el híbrido
que muere y suelta
su puerta de hierro
su eje de telurio.
Como experimento, intente ahora leer
las soledades que le cohabitan desde hoy:
un ordenador portátil y una sintonía
que repugnan a quien espera, así tú,
la travesía de un mar negro con la piel
desnuda y resbalosa como la de un pez
– ya anguila eléctrica o delfín atento
a la solitaria irradiación de calor
entre olas hostiles que en vapor proyectan
mi rostro en fragmentos de agua y salitre -.
Reconóceme, vamos, no es nada difícil,
pues todos hemos tratado de volver al suelo
de nuestra infancia rota, y nos han sorprendido
las manchas rojas en la tierra roturada, ¿no?
Y después de la fase de histeria y temblor
hemos cogido la azada, dando vueltas
a la faz sin alcanzar más que átomos marrones
prontos a volar lejos; hemos llameado vid
madura y repartido el vino entre familias.
Pero no sirve de nada: el aire ajeno no
se deja ya asir y somos círculo endocéntrico
que despide un tufo a presente inveterado.
Por eso, no temas el verme así, azul muy oscuro,
ni que crezca la ola sobre ti lentamente.
Déjate llevar: esta noche estarás a salvo,
aunque quizás te acuerdes de mí si de tu cóctel
ves salir un cristal roto.