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El advenimiento de M. Valls

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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Pasan tantas cosas que soy incapaz de recordar cómo llegó Manuel Valls por segunda vez a Barcelona. ¿Saltó desde un avión futurista a cinco mil pies de altura? Tal vez fue así, y descendió en círculos hasta abrir el paracaídas como Bond, de nombre James, dispuesto a salvar la reina de Inglaterra. O, quizás, llegó como un soldado inglés con sus cuatro plumas en la gorra, sin gintónic pero con chocolate y churros. Todo demasiado británico, con cierto regusto colonialista. No, no pudo ser así.

Pero la primera vez que M. Valls vino a la ciudad, esta sí que la recuerdo: como buen francés, hizo acopio del vocablo “flâneur” y llegó a Barcelona discretamente. De esto ya hace muchos años. Nadie lo percibió, porque venía de incógnito: de haberlo visto lo hubieran confundido con una reencarnación de Gerard de Nerval, o de Restif de la Bretonne, deambulando por las calles de la ciudad, con su aire de intelectual maldito.

M. Valls sabía muy bien que las ciudades hablan por sus calles; que la mejor manera de escucharlas, es caminarlas. El oído más democrático es aquél que se abre a todo, y por ello vaga, se suelta sin rumbo por callejuelas y avenidas como un barco ebrio navegando a la deriva. Escuchando así la ciudad, M. Valls sabía que acabaría aprendiendo el lenguaje oculto de sus habitantes, aquello que significa un barrio entero, una sola calle o un comercio en particular.

A veces dormía de día, a veces de noche. Valls quería recorrer la ciudad que amanece, la de los basureros y de las prostitutas del Raval, ya en retirada, mientras se extiende el aroma del pan caliente como el canto de un muecín. Pero también los mediodías de almuerzo de los trabajadores, impregnarse en las mañanas atiborradas del metro, con las caras ancladas en las pantallas, o los atardeceres con la cervecita merecida en una terraza de Gracia. El desayuno dominical ya sin prensa de papel.

M. Valls observaba. Tomaba notas sobre en qué calles más coches aparcan en doble fila dificultando el tránsito, sobre las horas punta en las escuelas e institutos y su sincronización con el transporte público. Los horarios de los comercios, de los bares (midiendo el ruido con un audímetro, ya de noche, mientras repasaba mentalmente si en los edificios colindantes había visto entrar familias con bebés).

Valls se sumergió tanto en la vida local que fue guardia urbano, tendero y estatua de las Ramblas. Convivió solidariamente con las desventuras de los manteros, y fue contable de los propietarios de las tiendas circundantes, aleccionándolos sobre el pago de impuestos municipales. También ejerció un tiempo de portero de discoteca, recogiendo adolescentes del suelo anclados en la acera, y, tal vez por ello, pasó un tiempo de recepcionista en el CAP de Horta y en la entrada de urgencias del Clínic. También fue taxista durante el Mobile World Congress, sorteando las furgonetas privadas llegadas de Alemania, sin saber si su competencia era desleal o legítima en un mundo de mercado. Tanto se olvidó de sí mismo que hasta desatendió sus funciones en Francia, y se lo echaron en cara con duras recriminaciones, pero ser barcelonés, en todas y cada una de sus células, requería ese coste.

Así lo vi, durante largos meses y años, M. Valls aprendiendo las virtudes de una ciudad extraña y singular, los defectos de una urbe vulgar. Entonces, un día, ya no lo vi más. Valls había marchado y el corazón se me iluminó de regocijo; toda mi alma, colmada: el advenimiento ya estaba escrito. Desconocía cuándo y dónde, pero era cuestión de tener fe y esperar. Como la paloma de Fra Angelico, Valls estaba fijado en el aire, pero un rayo de luz iluminaba su camino a seguir.

Tiempo más tarde, vi al señor Valls en la tele, presentándose a los barceloneses. Pude reconocer cierta mueca de desazón, cierto gesto de amargura cuando tuvo que aceptar que nadie lo reconocía, que no sabían que había sido él, de incógnito, el que había paseado junto a ellos durante un suspiro de la larga vida de esta ciudad. Los humanos siempre hemos sido

injustos con aquellos que han de salvarnos, señor Valls. Una de tantas miserias que se aprenden deambulando con la gente de a pie. Qué desagradecidos somos, señor Valls.

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