“La sucia verdad de las food stamps es que sus principales beneficiarios son las grandes empresas que pagan a sus trabajadores sueldos de miseria.” (Robert Creamer)    

En los años noventa, el crimen y la droga en los barrios negros de las ciudades de los Estados Unidos crecían en paralelo a la cultura del hip-hop, y el contra-welfarismo volvía a la carga con el mito del vago. Desde Charles Murray a George Gilder pasando por Newt Gingrich, Norman Podhorez, Irving Kristol, William F. Buckley o Rush Limbaugh, todos los gurús del Partido Republicano no hacían más que repetirlo: ayudar a los pobres sin pedirles nada a cambio promueve la destrucción de la familia, el nihilismo contracultural, la promiscuidad sexual, y el relativismo moral. Con esta premisa nace el ‘Contrato con América’ –la declaración de intenciones que a mediados de los noventa redefinió la estrategia del Partido Republicano-, cuya medida estrella incluía la reforma del Welfare State o Estado del Bienestar.

El ‘Contrato con América’ fue catalogado por la prensa de manifiesto ‘neocon’ cuando en esencia no era más que el viejo puritanismo de siempre que también sobrevive y se reproduce bajo la máscara progresista del Partido Demócrata, donde había y sigue habiendo un amplio sector de moynihanistas. Según la tesis central del libro de Daniel Patrick Moynihan ‘The Negro Family: The Case for National Action’, publicado en 1965, el gran problema que sufre la comunidad afroamericana supuestamente era y es la desintegración de los valores familiares tradicionales. El aumento del crimen, la droga, y las madres solteras no es por culpa del desempleo ni de ningún otro fallo del capitalismo, sino de la cultura destructiva de los guetos negros. De modo que muchos demócratas coincidían con los republicanos en la necesidad de reformar el New Deal de Roosevelt y la Great Society de Johnson para cambiar las condiciones del sistema de food stamps, y al mismo tiempo terminar con el Aid to Families with Dependent Children (AFDC), programa destinado a ayudar a las madres sin pareja y con menores a su cargo, del cual se beneficiaban sobre todo las mujeres negras solteras.

Con D. P. Moynihan como referente, Bill Clinton prometió en la campaña presidencial de 1992 “acabar con el sistema del welfare tal como lo conocemos”. Cuatro años más tarde, poco antes de terminar su primer mandato, y en consenso bipartidista con Newt Gingrich, autor del ‘Contrato con América’, Bill Clinton reformó el sistema del welfare en 1996 mediante el Personal Responsability and Work Opportunity Reconciliation Act. Sobre la idea de estimular la cultura del trabajo y la ética del esfuerzo, la reforma de Clinton y Gingrich establecía la desaparición del polémico AFDC y la creación de nuevos programas más difíciles de obtener y menos generosos, como el Temporary Assistance to Needy Families (TANF), el Earned Income Tax Credit (EITC), y el Special Supplemental Nutrition Program for Women, Infants and Children (WIC).

La reforma de Clinton y Gingrich otorgaba además libertad y flexibilidad a cada Estado a la hora de manejar los presupuestos destinados al socorro de los pobres, con vía libre para contratar empresas privadas de gestión del welfare, y aplicar procedimientos burocráticos más complejos, dado que todas las ayudas quedaban condicionadas a la búsqueda activa de empleo. La idea en principio parecía sensata, pero lo que ocurrió en la práctica es que las empresas se lanzaron a contratar empleados a tiempo parcial, creciendo año tras año el número de recipientes de food stamps y otros programas sociales con trabajos precarios y mal pagados, situación que fue agravándose con el paso del tiempo al permanecer congelado el salario mínimo.

A día de hoy, McDonald’s incluso recomienda explícitamente a sus trabajadores que soliciten cupones de comida para complementar sus bajos salarios. De este modo, en la actualidad los empleados de McDonald’s reciben al año cerca de 900 millones de euros en ayudas del Estado por sus bajos ingresos. En total se estima que los trabajadores del sector de la comida rápida de Estados Unidos cuestan unos 7.000 millones de dólares anuales al Tesoro. Esta industria abusa especialmente del welfarismo de los ‘working poors’ al estar exenta del pago del salario mínimo a los trabajadores que ganan propinas de los clientes.

En los Estados Unidos se ha convertido en algo habitual trabajar por un sueldo muy bajo y tener que complementarlo con las tarjetas del SNAP o con algún otro programa del welfare, como el TANF, el EITC, o el WIC. De ahí que al permanecer estancado el salario mínimo, el número de ciudadanos de los Estados Unidos que necesitan food stamps para sobrevivir haya alcanzado la escalofriante cifra de 43 millones. El problema que la mayoría de la gente desconoce es que las verdaderas reinas del welfare ahora son McDonald’s y otras grandes corporaciones como Wallmart y Coca-Cola, que disfrutan de un amplio ejército de ‘working poors’ cuyo coste recae en parte sobre los hombros del Estado. El Welfare State tal y como lo dejaron Clinton y Gingrich es por lo tanto un chollo para las grandes empresas, y por si fuera poco otro de los grandes beneficiarios de la reforma de 1996 es J.P. Morgan Chase, banco que se lucra operando las tarjetas electrónicas del SNAP que a partir de entonces han reemplazado a los antiguos cupones para comida.

La degeneración del welfarismo norteamericano y su transformación paulatina en un mega subsidio corporativo es responsabilidad compartida por demócratas y republicanos y demuestra cómo el Estado del Bienestar cuando no viene acompañado de medidas proteccionistas que amparen al trabajador y limiten los abusos de poder de las grandes empresas puede degenerar en capitalismo de compinches. ’The High Public Cost of Low Wages’ (‘El alto coste público de los salarios bajos’), un informe de 2015 de la Universidad de Berkeley, California, analiza detalladamente el problema del welfarismo norteamericano a partir de la reforma de 1996, llegando a la conclusión de que el problema básico de la economía norteamericana es el hecho de que los salarios se han estancado hasta el punto de perder en 30 años un 36% de su poder adquisitivo.

Los bajos salarios cuestan al Tesoro alrededor de 153.000 millones anuales, según los investigadores de la Universidad de Berkeley. De modo que los contribuyentes americanos están haciendo el primo, regalando el dinero del welfare a empresarios explotadores, por eso como dice Emily Cohn, “cuando miles de trabajadores pobres en todo el país se manifiestan pidiendo una subida del salario mínimo hasta 15 dólares la hora no solo están luchando por un mejor sueldo, también están luchando por ahorrar a los contribuyentes miles de millones de dólares”.

En torno al eterno debate sobre la ‘trampa de la pobreza’ de los sistemas de beneficencia es importante recordar lo que ha pasado a partir de la reforma del welfare en los Estados Unidos de 1996, porque ciertas ideas aparentemente bien intencionadas de ayuda a los pobres en lugar de alimentar a las ‘skinny rats’ son engorde para los ‘fat cats’, caso del Complemento Salarial de Ciudadanos, propuesta que terminaría perpetuando en España el modelo de ‘working poors’.

Algo parecido puede decirse del impuesto negativo sobre la renta de Milton Friedman, o del ingreso ciudadano de Friedrich Hayek, así que mucho cuidado con ciertas propuestas de Renta Básica que circulan por ahí y que pretenden reemplazar los actuales programas asistenciales, incluyendo la educación y hasta la sanidad pública a cambio de un ingreso garantizado que en vez de mejorar la situación de los más necesitados por el contrario vendría a empobrecerles más. Además conviene recordar el lamentable caso de Catar, donde sus ciudadanos perciben una renta básica a costa de someter a los trabajadores inmigrantes al régimen laboral de la kafala que permite la práctica esclavitud de la mano de obra extranjera, un caso que tampoco puede servir como ejemplo de Estado del Bienestar progresista sino todo lo contrario.

La verdad oculta tras la curiosa historia de las food stamps y los efectos perversos del Personal Responsability and Work Opportunity Reconciliation Act de 1996 deberían servir para tomar conciencia de lo importante que es profundizar en los aciertos y desaciertos de los sistemas del bienestar de todo el mundo. Un buen Estado del Bienestar ha de ser transparente, generoso y eficaz, y para ello ha de estar complementado con salarios mínimos y otras medidas de protección social que impidan la desigualdad salarial excesiva, así como la explotación laboral y el abuso de poder de las corporaciones. No es que las food stamps hayan fracasado, lo que ha fracasado es el marco normativo en torno a las food stamps. Cuando falla el Estado del Bienestar sus enemigos sacan las uñas pero si eso ocurre es porque no viene acompañado de leyes de transparencia radical de la economía pública -lo cual degenera siempre en malversación de fondos- o porque carece de programas welfaristas eficaces.

Robert Reich fue ministro de Trabajo con Clinton de 1993 a 1997 y a menudo ha recordado cómo intentó convencerle para que subiera el salario mínimo pero no tuvo éxito por culpa de los asesores económicos del presidente, que le persuadieron para que en vez de hacer tal cosa reformara el sistema del welfare, y además desregulara el mercado financiero, permitiendo por un lado a los bancos de depósitos especular en los mercados de riesgo, facilitando por otro lado la comercialización de los productos derivados del crédito y las hipotecas que terminaron provocando la burbuja inmobiliaria y el consiguiente colapso de 2008. Se trata de un momento decisivo en la historia moderna de los Estados Unidos, porque yendo mucho más lejos que Reagan, Clinton rubricó la transición de un capitalismo de buenos salarios y desigualdades limitadas al nuevo modelo neoliberal que hoy sufrimos de especulación financiera y ‘working poors’.

 Los asesores económicos de Bill Clinton se opusieron a la propuesta de Robert Reich de subir el salario mínimo bajo la excusa de que hacer tal cosa incrementaría irremediablemente la tasa de paro, sin embargo ésta es una de las mayores falacias del neoliberalismo. Hay docenas de estudios comparados de expertos en políticas sociales que demuestran cómo precisamente los países con altos salarios a la vez que con grandes paraguas de bienestar ciudadano disfrutan de economías con bajo desempleo, caso de Canadá, Nueva Zelanda, Australia, o los países escandinavos.

En Suecia, país referente en materia de bienestar, no hay salario mínimo interprofesional pero las disparidades de ingresos están limitadas gracias al viejo ‘espíritu de Saltsjöbaden’ que establece las pautas adecuadas como para que los convenios colectivos contengan los sueldos de los trabajadores mejor pagados, evitando que los sueldos de los peor pagados bajen del umbral de la pobreza. En cuanto a Dinamarca, su modelo de ‘flexiguridad’ implica libertad de despido, pero a cambio los trabajadores disfrutan de buenos salarios y un amplio aparato de protección social que no deja a nadie desamparado, de modo que a diferencia de la deriva maligna del welfare norteamericano controlado por el Corporate State, los países escandinavos son el mejor ejemplo de cómo el Estado del Bienestar, cuando es transparente, generoso y eficaz, es un remedio imprescindible para corregir las disfunciones del capitalismo.

 

1 COMENTARIO

  1. Excelente trabajo amigo Parrondo. Recuerdo muy bien el asalto a mano armada de la administración de Clinton hacia los ‘working poors’ cuando viviamos en Los Angeles. Esta es una de las razones por las que me alegré de la victoria de Trump. Por lo menos intentará sacudir el sistema.
    Ha llovido mucho desde que escribías sobre Hollywood a sesudos y excelentes artículos como este . Sigo todo lo que pubicas. Felicitaciones. Driss Deiback

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