El mundo que vemos reflejado en el espejo es siniestro en el sentido más literal de la palabra. Lo diestro se vuelve zurdo, nuestra izquierda es nuestra derecha; la escritura se codifica en reverso y se convierte en un galimatías indescifrable. En la delirante ficción de Lewis Carroll, Alicia atraviesa el plano bruñido del espejo y se adentra en un mundo nuevo, familiar pero sutilmente perverso (unheimlich, diría Freud): el país donde habitan los reflejos. El espejo mágico era ya un leitmotiv en la obra de George MacDonald, amigo y mentor de Carroll y padre de la moderna literatura fantástica anglosajona (su novela Fantastes, de 1858, fue libro de cabecera de autores como J. R. R. Tolkien o C. S. Lewis). Los espejos de MacDonald pertenecen a la tradición del mito de Narciso o del cuento de Blancanieves: son prisiones bidimensionales donde se aloja un doppelgänger embrujado. La sospecha de que nuestro reflejo tiene voluntad propia, el miedo a que deje de obedecernos y escape a nuestro control: he aquí la raíz de nuestro terror a los espejos, una fobia de la que supieron reírse los hermanos Marx en el famoso gag de Sopa de ganso (Duck Soup, 1933). Fue Lewis Carroll, empero, el primero en cartografiar el mundo especular, laberinto de réplicas e inversiones, en A través del espejo (1871), contemplando la posibilidad de sumergirnos en él. Las aventuras de Alicia nos abren los ojos a las potencialidades del espejo como ventana abierta a otra realidad, contraria y paralela, en la que viven espectros que se parecen a nosotros. Escuchad la voz del alquimista: un espejo es una superficie azogada, esto es, tratada con sales de mercurio… ¿y no es Mercurio precisamente Hermes el psicopompo, guía de las almas entre los dos mundos?

Groucho Marx y su "reflejo".
Groucho Marx y su «reflejo».

En la sociedad posindustrial, el papel que cumplía el espejo en el hogar como cotidiano portal interdimensional se desplaza a otra superficie igualmente lisa, pulida y brillante que magnetiza las miradas de todos los miembros de la familia: la televisión. La televisión, más siniestra aún que el espejo, vomita constantemente vislumbres de realidades paralelas. La televisión es el instrumento de nigromancia más poderoso jamás creado por el hombre: con su flujo incesante de imágenes invoca legiones de muertos vivientes al salón de nuestra casa; y no estoy hablando de los reportajes sobre la guerra de Siria ni de la séptima temporada de Walking Dead, sino de cada vez que encendemos el receptor y vemos en él a Michael Jackson bailando el Moonwalk, a Juan XXIII dando el urbi et orbi o a Miliki cantando el Hola Don Pepito. Aunque sabemos que todos ellos llevan años criando malvas, sus ectoplasmas catódicos se cuelan consuetudinariamente en la intimidad de nuestros hogares. La costumbre ha normalizado algo tan escalofriante. Tan solo algunos realizadores de cine de terror han sido tan lúcidos como para recordarnos que el televisor es una fábrica de fantasmas, y meternos el miedo en el cuerpo con la razonable posibilidad de que estos atraviesen la pantalla e invadan nuestro mundo. Es el caso de Poltergeist (Tobe Hooper, 1982) o, sobre todo, el inquietante largometraje nipón The Ring (Ringu, Hideo Nakata, 1998).

Los peligros de la televisión: fotograma de "The Ring" (Hideo Nakata, 1998).
Los peligros de la televisión: fotograma de «The Ring» (Hideo Nakata, 1998).

Sin embargo, la obra de cine fantástico que mejor ha sabido hurgar en la llaga es Videodrome (David Cronenberg, 1983), que nos muestra la televisión ya no como caja tonta, sino como caja de Pandora. En Videodrome, las compuertas que aíslan ambos lados de la pantalla se abren de par en par; la tecnología invade los cuerpos como un cáncer (seres humanos cuyos abdómenes se abren para albergar cintas Betamax) y, recíprocamente, por los cables de los aparatos electrónicos circula sangre en lugar de corriente alterna (televisores suciamente orgánicos que revientan desparramando vísceras y coágulos). En el filme de Cronenberg, extraordinariamente rico en subtextos y connotaciones, el desencadenante del mestizaje entre ambos mundos es un reality show de torturas sexuales, presuntamente snuff, retransmitido por una emisora pirata. Fascinada por el programa, Nicki Brand, una psicóloga mediática de tendencias masoquistas interpretada por Debbie Harry, se obsesiona con pasar, como la Alicia de Lewis Carroll, al otro lado de la pantalla; Nicki, viciosa y autodestructiva, aspira a convertirse en la siguiente víctima del macabro reality show, en la mujer cuyo cuerpo es disciplinado por anónimos verdugos para solaz de los igualmente anónimos telespectadores (ese monstruo que es la audiencia televisiva, Argo Panoptes mudo e invisible). Por cierto, cabe sospechar que Debbie Harry, al igual que su personaje, debía de tener un fetiche con las agujas. Además de la famosa escena de belonefilia que protagoniza en Videodrome, me viene a la memoria la portada de su disco Kookoo (1981), diseñada por el siempre turbador H. R. Giger, en la que aparece su rostro atravesado de parte a parte por cuatro enormes agujas, más de brocheta que de acupuntura.

Debbie Harry en "Videodrome" (David Cronenberg, 1983).
Debbie Harry en «Videodrome» (David Cronenberg, 1983).

El argumento de Videodrome inspiró al realizador francés Francis Leroi uno de sus largometrajes porno más celebrados, Rêves de cuir (1992). Contaba el propio Leroi, para hacerse el interesante, que había estudiado en la Sorbona allá por los sesenta, y que los tribunales académicos rechazaron por escandalosa su tesis doctoral en torno a la obra de Sade… aunque, digo yo, lo más probable es que no fuera por escandalosa, sino por mala, ya que por aquel entonces los estudios sadianos no podían estar más de moda en el ámbito intelectual parisino (Klossowski, Pauvert, Barthes, Bataille…). Sea como fuere, ante el fracaso de sus ambiciones universitarias, Leroi se metió en el mundillo del cine. No me preguntéis cómo, pero en una docena de años pasó de asistente de Chabrol y entusiasta de Godard (filmó un documental sobre el rodaje de Alphaville) a director de cine porno, amén de guionista de cómic para adultos (destaca su Pinocchia, libérrima y libertinísima adaptación del cuento de Collodi, en colaboración con el dibujante Jean-Pierre Gibrat). No me cabe duda de que Leroi seguía de cerca la obra de Cronenberg y sus desasosegantes reflexiones sobre la tecnología invasiva. A principios de los ochenta, se escapó momentáneamente del cine X para rodar una película de terror sobre electrodomésticos asesinos (Le démon dans l’île, 1983), en la que, bajo una espesa capa de caspa, cutrerío y salsa de tomate, se deja entrever un toque cronenbergiano. Al regresar de lleno al hardcore, reconocemos en Rêves de cuir (Leather Video Dreams en su versión inglesa) un homenaje a Videodrome.

Zara Whites en "Rêves de cuir" (Francis Leroi, 1992).
Zara Whites en «Rêves de cuir» (Francis Leroi, 1992).

En Rêves de cuir (una película, por cierto, carente por completo de diálogos), una misteriosa cinta de vídeo cae en manos de la protagonista, una pijaza parisina interpretada por la actriz holandesa Zara Whites. En la cinta, entre ráfagas de ruido blanco, nuestra heroína descubre grabadas escenas explícitas de sexo kinky que se desarrollan en un marco onírico, casi lynchiano. Toda esa imaginería sadomasoquista seduce y obsesiona a la voyeuse, filtrándose paulatinamente en sus sueños, hasta que, en la escena culminante, ambos planos de realidad entran en contacto. Si en Videodrome la violencia televisiva se materializa en una ominosa mano que, empuñando una pistola, atraviesa el plano de la pantalla, en Rêves de cuir aparece el correlato sexual perfecto de esta escena: la excitada Zara Whites, en una suprema performance de tecnofetichismo, se pone a lamer el televisor; y entonces, ¡abracadabra!, las pollas atraviesan la pantalla y se ofrecen, rezumantes y tridimensionales, a su boca hambrienta. Esta epifanía es solo el principio: como Alicia a través del espejo, como Nicki Brand en Videodrome, Zara Whites es arrastrada al otro lado de la pantalla. Allí, transfigurada en simulacro, deviene esclava de sus propias fantasías, encadenada, azotada y poseída por dos encapuchados bien armados y una sensual maîtresse.

Rêves de cuir, que pese a todos estos felices hallazgos argumentales no deja de ser cine basura, escenifica un viaje iniciático de la realidad a la virtualidad. Hechizada por las fantasías que palpitan en un mundo de vídeo, la heroína encarnada por Zara Whites trasciende el mundo real y pasa a un plano que es a la vez carnal (porque es una dimensión exclusivamente libidinal, un entorno atemporal de sexo duro y BDSM) y espiritual (porque ha dejado atrás su cuerpo físico y se ha convertido en pura proyección). He aquí el moderno mundo de las ideas, mal que le pese a Platón. “La televisión es la realidad”, dice el profético profesor O’Blivion en Videodrome, “y la realidad es menos que la televisión”. Y eso que aún no conocían internet. ¡Larga vida a la nueva carne!

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