–¡Arriba!

–No puedo, maestro.

–¡Que te levantes te he dicho!

El dolor en las muñecas era todavía llevadero; el de los tobillos, sin embargo, hacía demasiado tiempo que le resultaba insoportable. La voz de su maestro conjugaba los imperativos de costumbre: glissade, grand plié, á terre… Pero ella se sacudía el cansancio en cada nueva consigna, excitada por ese instinto primario en que la bestia se espolea cuando es reclamada a voces por su amo; porque aquellos gritos del maestro, aquel régimen castrense de perfección inalcanzable, Sara sólo sabría soportarlo por la fuerza de la inercia. Sus compañeras se habían marchado ya, al toque de la campana. Así, la atención del maestro sólo permanecería en ella: un catálogo inagotable de objeciones contra su torpeza, dulcificadas por un francés sin acento. La tarima olía a podrido. Era ya la hora de la cena.

–Estás muy retrasada del resto y me preocupa que no sea por falta de trabajo. Me llevo fijando en ti unos días y parece que eres de las que ponen mayor empeño. Pero no sé… Tal vez haya llegado la hora de decidir qué hacer con tu vida. Es posible que la danza no sea lo tuyo.

–¡Pero aún soy joven! ¡Puedo mejorar!

–Sara, ya tienes diecinueve años. Empezaste tarde. Para esta profesión eres ya una anciana.

El tocadiscos quedó suspendido en un surco a mitad del penúltimo corte. El maestro levantó la aguja para detenerlo.

–Consúltalo con la almohada. Es suficiente por hoy.

Al llegar a casa, su cena se había enfriado sobre la mesa de la cocina. Crema de acelgas y espinacas. En la sala de estar, sus padres veían el prime time de los martes. Les fascinaba el momento en que los concursantes fallaban una pregunta, ya que este hecho anticipaba la llegada inminente del momento cumbre: una trampilla se abriría bajo sus pies, quedando así expulsados del plató entre carcajadas. La trampilla los pondría en su sitio, pensaba su padre, regresándolos a su natural anonimato.

–Voy a dejar la academia. El maestro dice que no valgo.

Mamá apagó el televisor entonces para que Fermín prestase la debida atención.

–¿Cómo es eso, Sara?

–Dice que no valgo… Que me dedique a otra cosa… Que estoy mayor para la danza… Esta noche no tengo apetito. Me voy a la cama.

–Tú tranquila –dice su padre–. Consúltalo con la almohada y mañana lo hablamos con más calma.

–Eso mismo me ha dicho el maestro. Que lo consulte con la almohada. En fin, buenas noches.

Fermín volvió a encender el televisor cuando un nuevo concursante caía por la trampilla. Nadie se atrevió a sonreír ahora en aquella sala de estar.

Sara fue a darse una ducha antes de meterse en la cama. Observó por un instante el jabón, bajándole por las piernas hasta detenerse en el empeine. Hasta aquel momento se había enorgullecido de su empeine, que en palabras del maestro parecía haber sido concebido –milagrosamente– para la danza. Esto se lo dijo el maestro a su padre el día en que pagaron el primer plazo de la matrícula. Probablemente era mentira. Probablemente el maestro había visto antes muchos empeines parecidos, concebidos también para la danza, también milagrosamente. Su padre la había prevenido aquella misma tarde, tal vez para bajarle los humos a Sara mientras volvían a casa. Papá quería entonces que ella estudiara una ingeniería. Ahora se saldría con la suya.

Al día siguiente, Sara hizo formación con las demás en la barra. El tocadiscos sonó con la melodía de siempre: Gymnopédie No.1, de Erik Satie. El maestro la observaba pensativo desde el otro extremo de la sala. Era fácil seguirla en la distancia. Sara era la más alta.

La clase acabó sin que el maestro la nombrara una sola vez. No quería hacerle llorar. Había visto a muchas otras chicas pasar por lo mismo. Después, la llamaría a solas tras el toque de campana.

–Hoy bailaste mucho mejor, Sara. ¿Pensaste en lo que te dije?

–Hoy no bailé mejor y usted lo sabe. Terminaré el trimestre y dejaré las clases. Eso es lo que he decidido.

–Me parece lo más sensato. Te llevarás el grado medio por lo menos. Es una buena costumbre acabar lo que se empieza.

Sara terminó el trimestre finalmente, recuperando el terreno perdido a sus compañeras de clase. En los finales de junio quedó en segundo puesto, sólo por detrás de Inés Sotogrande. Inés era la hija del maestro. Un auténtico prodigio. Ninguna de las chicas le dirigía la palabra. Era  demasiado orgullosa, aunque Inés pensara que podía permitírselo.

El maestro publicó en el corcho el elenco para la muestra de fin de curso. Sara no aparecía como bailarina principal. Tampoco como solista. Ni tan siquiera aparecía más abajo, en el cuerpo de baile.

Habían llegado a un acuerdo que sellaron sin una sola palabra. El trimestre, al fin, había concluido. El maestro debía ahora cumplir su parte de trato. Cuando su hija Inés se graduó, el maestro traspasó la academia.

 

 

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