Alguien parece empeñado en que los pareceres sean irreconciliables. De dos partes, basta con que sea una. Está en su derecho, por supuesto. La cuestión es si hay alguien ajeno alentando esa disensión. Esto, que puede aplicarse a una pareja a punto de romper, quizá también se podría ampliar a varios colectivos de personas: empresarios y trabajadores, políticos de una facción y de otra, feministas y machistas. Escojan ustedes.

Por expresarlo gráficamente, podemos representarlo como dos círculos, uno blanco y otro negro, que nunca se cruzan: a modo de los diagramas de Venn que representábamos en las matemáticas del colegio, ¿lo recuerdan? Quizá también recuerden qué sucedía cuando aproximábamos un círculo al otro hasta el punto de cruzarse y definir entre ambos una intersección que rellenábamos con rayas oblicuas o bien pintábamos de gris. Ese gris de los matices que suele haber también en tantas discusiones vacuas (si no les gustan las connotaciones tristes del color gris, no duden en elegir rojo y amarillo para colorear la intersección de naranja, o azul y amarillo… Como gusten). Porque, en realidad, cuesta desprenderse de la capa de convicciones con que uno se envuelve.

Chejov, el gran cuentista ruso, nos dibujó maravillosamente la distancia social de la Rusia zarista en las postrimerías del siglo XIX. En su cuento “Muerte de un funcionario”, el alguacil Cherviakóv muere del terror que le ha causado estornudar sobre la calva de un general en el teatro, al que ha tratado de pedir disculpas hasta la náusea, hasta que el anciano oficial, harto de quitarle importancia, le manda a paseo. Cherviakóv es un funcionario más de la tierra de la burocracia que era Rusia, según Chejov Al autor le basta con definir ese rasgo, la condición de funcionario, para ilustrar de manera arquetípica el apocamiento y la sumisión absoluta definidos durante siglos en la figura del servidor público. López Vázquez interpreta de manera hilarante a “Fernando Galindo, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo…”, el trabajador de un banco que sucumbe ante la glamurosa actriz de revista que se presenta en la sucursal que el propio Galindo pretende robar en “Atraco a las tres”.

A la hora de contar historias (también en el cine y en la literatura) la hipertrofia de los personajes (como los de Cherviakóv y Fernando Galindo) llega a ser más visual que la profusa descripción. Y se suele hacer para meterse al receptor del relato en el bolsillo, ya sea asomándolo a un abismo de realidad al que no se atrevería motu proprio, ya sea destacando características que definan un fuerte contraste entre personajes: héroes y villanos; ya saben, como en los cuentos de hadas.

Es innegable el valor de una amena narración como herramienta didáctica. Pero ¿no les parece que ya somos mayorcitos para tragarnos cuentos de hadas? No me entiendan mal; no perdamos la capacidad de soñar. No, me refiero a tragarnos los prejuicios que nos inducen los estereotipos presentados en los pretendidos debates públicos: desde el con o sin cebolla de la tortilla de patata, hasta el Clinton o Trump. Fíjense en que solemos llegar tarde, cuando la discusión está en marcha, cuando ya hay víctimas y verdugos, vencedores y vencidos. Cuando ya casi es inevitable tomar partido por las personas más carismáticas, en lugar de aproximarnos a las ideas con que más nos identificamos. En realidad, estoy exagerando y sé que habrán sabido detectarlo. Por eso estoy seguro de que, la próxima vez que se les presente un dilema, sabrán elegir la mejor opción entre estas dos: la del mamarracho que está exhibiendo un discurso lúcido o la del ídolo que está soltando memeces.

Así que, ¿con quién están ustedes?

 

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